Numen o de la rebelión lingüística

Volumen Cero

Soltamos la palabra colgada en el labio, y se rompe el dique que contenía el torrente de significación: estalla la metáfora, el símbolo que corta nuestro cordón umbilical con el mundo natural. ¿Qué nos revela la palabra? Javier Talamás reflexiona al respecto.

POR Javier Talamás Weigend
16 octubre 2018

Numen o de la rebelión lingüística

I. De la conciencia, el arte y los vasallos.

Somos hijos del tiempo, pero vasallos de la lengua. El fenómeno lingüístico sigue la suerte de una revelación mística a la que nos sometemos; y de un modo fatal. Pero es un sometimiento que no aprisiona, ni oprime. Al contrario: libera.

En la lengua se rebelan el hombre y la mujer contra su propia naturaleza, es decir, a través de la lengua nos inventamos a nosotros y a nosotras. En ella encontramos la armonía natural que nos ata a la creación y el sentido (o sinsentido) de nuestra existencia. Por tanto, podría decir que la lengua, en sus últimas consecuencias, tiende a la purificación del alma, a una redención. Tiene que ser de ese modo: sólo el lenguaje permite las ideas: ideas que nos han hecho partícipes de la inteligencia con la que arropamos a la democracia, por ejemplo; partícipes de las preguntas que nos han hecho inventar a dioses; y partícipes del amor. Allá donde no alcanza el lenguaje, no se gestan las ideas. Pacheco ya lo había dicho: «Los límites del lenguaje son los límites del pensamiento». ¿Qué habrá de ser ese numen que nos ha hecho escribir, pensar y -sin exagerar- sobrevivir tantos cataclismos?

Esa deidad misteriosa y fascinante, es, principalmente, indicación, emoción y representación. Toda actividad humana, sobre todo las artísticas, cargan esas electrizantes cualidades –aunque la palabra sea su encarnación más pura–. El hechizo del mago; la danza de la tribu; el ritual azteca; la purificación religiosa; el rito silencioso del ascético; la Biblia; el Gilgamesh; un común denominador: lengua transformada en letra.

Es cierto: antes del habla no existía un sistema formal que permitiera la comunicación fonética. Mas acaso el hombre, desnudo en su alma, sin la palabra, ¿no comunicaba? Antes de hablar, el hombre gesticulaba. Esos gestos nos ataban al señorío de la lengua. Porque hablamos no sólo con la boca, sino con el rostro, con el ademán, ¡inclusive el propio silencio tiene virtudes comunicativas! Fue una evolución, digamos, natural: de los gestos que observamos en la naturaleza, aprendimos y emulamos. La misma suerte sucedió con la comunicación visual y el germen de la fonética: ruidos naturales para amedrentar el miedo; para suprimir amenazas; y pintura para comunicar con la mirada lo que no permitía la lengua. De la mímica a la palabra hay un largo sendero que los separa, mas no es preciso continuar el trecho histórico en estas líneas. Podemos aterrizar el párrafo en la siguiente conclusión: toda intencionalidad del hombre por comunicar representa al fenómeno lingüístico.

Apenas postra el cincel sobre la piedra, y el escultor ya ha comunicado algo; transmutación del orden natural de las cosas. El arquitecto en sus edificios muestra una rebeldía contra la pequeñez de nuestra enclenque, efímera y tímida existencia: erige colosales testigos de la grandeza de nuestra civilización que indican algo más que la mera piedra. ¡Qué decir del pintor o del poeta! Sus ojos delirantes, hambrientos por paralizar la belleza del instante y de lo ordinario; y sus brazos que se mecen furiosos en el aire o en la hoja para engendrar lo poético en ventanas hacía lo desconocido, nos comunican, más veces que otras, sentimientos y virtudes poco apreciables en el habla.

Soltamos la palabra colgada en el labio, y se rompe el dique que contenía el torrente de significación: estalla la metáfora, el símbolo que corta nuestro cordón umbilical con el mundo natural. ¿Qué nos revela la palabra? La vasta metáfora de la realidad. En el lenguaje adquirimos conciencia de ser nosotros. Cada palabra es una metáfora, y por tanto, el hombre es «un ser que se ha creado a sí mismo al crear un lenguaje; por la palabra el hombre es metáfora de sí mismo», decía Paz. Tan solo es esa la importancia del lenguaje: nos revela, nos reinventa, y nos libera.

Sin esa conciencia lingüística, no es posible lograr el pensamiento, el debate, o la crítica.

Por eso hay una profecía que nos debe aterrar: el día en que la palabra escrita desaparezca por completo. Es decir, que las imágenes, los emoticonos (emojis) y el contenido audio-visual, sustituyan en su totalidad el fenómeno de la escritura. Me parece que no estamos tan lejos de esa deleznable realidad.

II. De los loros y sus tecnologías.

Las grandes tecnologías se han convertido en la llamarada insaciable: ansiosa de su propio fuego, busca arder todo lo que se le postra en frente. Su llama no reposa, ni se extingue. Mayor información ha venido a costa de menor calidad. Se alimenta de nosotros; nos devora. Somos leño caído.

Sobre este punto basta mirar el espectro político y sociológico de nuestros días: pensadores han sido sustituidos por habladores; papanatas parlanchines, que repiten como el loro, frente a una cámara de video o el televisor, ideas que descargan de su ordenador sin pasar por ellas el más mínimo repaso. Ni las enfrentan, ni las cuestionan: las repiten.

Como el animal confunde a su amo con su salvador, nosotros levantamos estatuas a esos “ídolos” que tanta influencia ejercen en nosotros. Las empresas y los medios los adoptan como edecanes y los prostituyen. Poca cuenta se dan aquellos ídolos que en aras de una ganancia lucrativa, no social, mucho menos humanística, los emplean como moneda de cambio. Ellos son el estandarte de la modernidad, el baluarte de los nuevos pensadores, y los “escritores” de nuestra generación. (A propósito, ¿qué es un escritor?) Después de todo, nos entregan en la mano el alimento diario. Lejos de ser verdaderos incitadores del pensamiento crítico y de la reflexión, incentivan la holgazanería, inducen al conformismo y premian las formas sobre las esencias. ¿Cuántas voces críticas, literarias y pensantes han sido calladas por esos loros y el eco de sus graznidos?

Por otra parte, han convertido a las redes sociales en un auténtico burdel de la palabra y la majadería. Banalizan el sexo, so escusa de “libertad sexual”, a expensas del erotismo; la opinión a expensas de la crítica; y la palabra, a expensas de contenido.

A manera de metáfora diremos que esos loros parlanchines –tan gustosos de su aspecto físico, por cierto–, son los nuevos pensadores o intelectuales sobre los que erigiremos las generaciones venideras. En Grecia fueron los filósofos; en Roma, los juristas; en el renacimiento, los artistas y pensadores de las bellas artes; en la modernidad, ¿serán ellos quienes nos definan? ¿Podrán trascender al tiempo esos cimientos?, ¿seguirá su “obra” tan vigente como lo sigue la Commedia de Dante, la Mona Lisa de DaVinci, o el David de Miguel Ángel? (La grandeza de una obra, me gusta creer, reside en su fortaleza contra el tiempo. Cuando las manecillas no agotan la tinta de la hoja, la pintura del marco o el mármol de la escultura, presenciamos una verdadera obra de arte. Uno puede leer a Reyes, y pensar que habrá escrito su obra apenas ayer. Por el contrario, el material de esos loros existe para lo efímero, para el instante; debe ser consumido de inmediato, sin el menor grado de reproche. Son ideas desechables. Por eso más vale –diría Reyes– dejarlo así como metáfora.)

III. De la condena del ismo

Suscribo esta idea de Vargas Llosa: la civilización de Occidente ha abandonado la actividad intelectual y crítica en pos de actividades sublimes, vagas y vulgares que poco exigen del espectador, oyente, participante o lector. Las leyes y la técnica mercantilista del mercado libre ha permeado los confines racionales del individuo: consumir a grandes cantidades, con el menor esfuerzo, de manera rápida e instantánea. Aplica para las artes, por igual. En su crítica a nuestra sociedad posmoderna, emite Vargas Llosa una sentencia por demás sombría:

[…] la publicidad y las modas que lanzan e imponen los productos culturales en nuestro tiempo son un serio obstáculo a la creación de individuos independientes, capaces de juzgar por sí mismos qué les gusta, qué admiran, qué encuentran desagradable y tramposo u horripilante en aquellos productos. La cultura-mundo, en vez de promover al individuo, lo aborrega, privándolo de lucidez y libre albedrío, y lo hace reaccionar ante la “cultura” imperante de manera condicionada y gregaria, como los perros de Pavlov ante la campanita que anuncia la comida.

La catarata mediática, la publicidad ostentosa, el consumismo, y la ignorancia, convergen para crear un hoyo negro que todo lo absorbe. El espíritu rebelde no basta para detener la metamorfosis de estos tiempos turbulentos, donde los valores morales que nos permiten la convivencia y la sanidad emocional, han sido suplantados por el materialismo y otros aberrantes “-ismos” que premian las actitudes más simplonas de los hombres y mujeres.

Debemos regresar a los cuarteles de la crítica si queremos movernos como sociedad hacía un futuro de veras esperanzador. Para ello requerimos de una rebeldía lingüística, que nos cristalice ese numen que había moldeado, hasta hoy, nuestro futuro. Atrevernos a desafiar el presente comienza por el desafío a nuestras ideas. ¿Qué nos dirá la palabra colgada en la lengua con la que terminamos estas letras?

 

*El presente texto fue reeditado por el autor para la presente edición; se publicó por primera vez en La Silla Rota el 5 de enero de 2018 bajo el mismo título. Se modificaron y se suprimieron algunas cuestiones.

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