¿Es el vino una manifestación cultural? ¿Puede expresar más que solo costumbres y usos de las personas de cierta región? El sommelier, Eduardo Román, analiza lo anterior a la luz de la antropología, la geografía y, claro, a partir de la pasión con la cual se cultiva y se disfruta este arte gastronómico.
El vino como expresión cultural
Buena parte de la historia de la humanidad se podría contar a partir de la historia del vino. Esta bebida que surge a partir de la fermentación del mosto de la uva nos ha acompañado ya por siglos. Ha sobrevivido catástrofes naturales, imperios, guerras, plagas, prohibiciones legales y la voracidad del propio ser humano. Es parte de la cultura de la humanidad. Donde hay personas y las condiciones climatológicas adecuadas se produce vino.
De esta manera el vino es una expresión cultural. De la humanidad sí, pero también de muchas de las culturas que la conforman. A través del vino podemos saber mucho del clima, del suelo, de los gustos y costumbres de las sociedades donde se produce. La forma en que se produce en cada una de las distintas regiones es también una expresión cultural, por eso es que, por ejemplo, no es lo mismo un Rioja de la Rioja baja que de la Rioja alavesa.
El entender esto del vino nos permite apreciarlo y valorarlo mejor. Pues no se trata sólo de una bebida con cierto contenido alcohólico, sino de un producto artesanal de una determinada cultura que, por ese sólo hecho, merece nuestro respeto, más allá de si nos gusta o no. Entender la historia que hay detrás de cada botella, de donde viene, cómo se elaboró, cuál es el enfoque de la bodega y de su enólogo nos permite hacer valoraciones más objetivas y justas de los vinos que probamos.
Así, por ejemplo, podrán no gustarnos el champagne o los vinos de Jerez, pero una vez que uno conoce todo el trabajo que hay detrás, todos los procesos que han pasado para llegar a la botella que descorchamos, uno no puede sino sentir respeto y probarlos, analizarlos y valorarlos desde esa premisa. Desde luego, esto no impide los juicios críticos, sin embargo, nos permite hacerlos con mayor conocimiento de causa, comprendiendo al vino en toda su amplitud como lo que es: una expresión concreta de la cultura de un lugar, de un grupo de personas.
Por ello es que la formación de un sommelier no incluye sólo probar vinos, afinar las papilas gustativas y dominar un determinado lenguaje para hablar sobre el vino. Es mucho más amplia, incluye conocer el lugar, la tierra, el clima, la historia y cultura del lugar de donde proviene, porque eso nos lleva a entender mejor porque los vinos de un lugar son de una determinada manera y no de otra. Con ese acervo procedemos a probarlos, utilizando nuestros sentidos, pero también nuestra mente para asociar lo que sabemos sobre de dónde proviene nuestro vino y sus características y, a partir de ahí, utilizar el acervo discursivo que nos permita explicarlo mejor.
Analizar un vino seriamente es tratar de entenderlo, descubrirlo, deconstruirlo y reconstruirlo, para poder explicar sus componentes, características y la cultura de la que proviene. No es un ejercicio para encontrar y exaltar sus defectos, sino para advertirlos, explicarlos y ponderarlos con sus virtudes. Las conclusiones las saca cada quien y como sabemos lo que a uno le puede gustar a otros no. De ahí que suela decirse, con razón, que el mejor vino es el que a uno más le gusta. Como sucede con otras expresiones culturales, no nos gustarán a todos los mismos vinos. En este sentido el vino nos da una de sus grandes lecciones: la de no dejarnos llevar por la opinión de quienes se sienten dueños de la verdad y con la superioridad moral para decirnos que sí y que no nos puede gustar. Si se topa con alguien así, en el mundo del vino o en la vida, aléjese de inmediato.
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