La profesión de escribir por los que no pueden. ¿Quién fuera a pensar que sería una profesión tan esperanzadora? Un pequeño relato de Ernesto Dávila.
La profesión de escribir por los que no pueden. ¿Quién fuera a pensar que sería una profesión tan esperanzadora? Un pequeño relato de Ernesto Dávila.
Transcribiendo notas de un ensayo, me encontraba frente a mi máquina: una Remington mecánica, con la que me había sostenido por todos los años de matrimonio. Con mi trabajo de escribano seguía con un oficio ya poco recurrente. Me acomodaba por los puestos de impresoras en la Plaza de Santo Domingo.
El cielo despoblado de sol, agusto se movían las gentes por las avenidas de los mercaderes y puestitos.
En eso de la transcripción, levanté la mirada y vi venir dos personas humildes. Pidieron mi ayuda.
—Quero que mi’haga una carta pa’ Filemón —me dijo una sencilla muchacha de pueblo.
—Con gusto —le contesté.
—Dígale que estoy muy muina, que no hizo nada por detenerme; dígale que qué poco hombre y que mi Tata ya no está enojado. Repróchele las palabras que me dijo en la feria de Tehuacán y que por el ir y subir de la Rueda de la Fortuna, bien que se acercaba a mí…No. Mejor dígale que lo odio y que si lloro no es por él; escriba que mi llanto no es de miel, es llanto amargo como un café mal tostao’. Que sepa que nadie le va a hacer las memelas y las picaditas como yo y que si se consigue otra vieja, de seguro ni sabrá tortear el maíz azul de mi milpa.
Calló con el consuelo de las palabras de quien parecía ser su padre:
—Si quieres nos regresamos —le dijo él.
—¡No! que si me quiere, que me busque —espetó la jovencita.
Habían conseguido alojamiento por la calle Donceles. Me ofrecí a orientarlos y les propuse enseñarles a leer y a escribir, lo cual los llenó de entusiasmo y convenimos en un horario.
Se marcharon. La jovencita entre lágrimas.
Me puse a hacer la carta y al tiempo se las entregué en sobre, ya con estampilla para ser depositada en la cercana oficina de correos.
A los escribanos nos pagan y vivimos vidas de otros. Tenemos el morbo en nuestras mentes, por ello, en mi caso, le pongo papel carbón para quedarme con copia de lo que escribo y que sirva para situaciones semejantes.
Tomé la copia y la leí:
«Mi querido y adorado Fili,
Te escribo para que sepas lo mucho que te amo. Sé que cualquiera huye si tiene un machete enfrente. Mi Tata es bueno, pero toma en cuenta que yo soy su única hija, la que lo ve, la que lo atiende, y esa noche, con un chinguere en la panza, más loco se puso.
Me dice que lo perdones y que acepta el que nos juyamos con su bendición. Ven mi amor, déjame ser tu amapola morada que cuidas con ternura; ser la dueña que te va a atender y que va a criar a tantos chilpayates nos mande Dios.
Esta es una gran ciudad y en la soledad de nuestro cuarto la noche me abraza y viene tu recuerdo.
Te espero un lunes o un miércoles, esos días me vas a encontrar en la Plaza de Santo Domingo cerca del Zócalo, entre los puestos de impresores y escribanos, busca el del Remington.
Tuya.
Tu Amapola»
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