Dragón y caballero

Volumen Tres

La fantástica historia de un sicario traficante de cocaína en las temidas tierras del norte de México.

POR Quidec Pacheco
6 mayo 2019

Dragón y caballero

Ricardo Caballero, paladín del Pozoles y capataz de sus polvos blancos, cabalga en su camionetota por la carretera Saltillo-Monterrey. Pinche calorón sabroso: rebaba de lava; llamas aldeanas al lado del asfalto chapopoteado. A Caballero no le importa. Acaricia el volante de su trocón: una pickup bestial. Viene una vuelta cerrada, y suelta. Las palmas flotando sobre la manejera que se zangolotea con la transmisión hidráulica del monstruo: sale al terreno árido y seco de Nuevo León. A donde vaya, su camioneta mítica tira paro, arrollando coyotes, rodaderas, nopales y riscos: nada para a su troca Dragón.

Llega de un frenón a la bodega, 7:00 p.m.

—¿Dónde estabas?

—Ah, pues ‘namás, me perdí un ratillo, Cuatros.

—¿Cuál “Cuatros”, animal? Soy tu patrón.

Con enseñarle la pieza cromada, Caballero se arreció. Lo único más vistoso que la pistola del Cuatros eran las torturas que se le ocurrían, así que de volada Caballero enseñó las palmas y puso su mejor cara de asalariado, porque en este jale importa mucho lo que piensan de ti.

—Óyeme bien, güey: esto se lo vas a llevar al Po-zo-les. Nadie puede hoy, y mañana hay que tener la bodega limpia, así que te vas a llevar los 300 kilos. Igual y saludas al Pozoles, ya te conoce. Te echas una carnita ahí con ellos.

—Sí, patrón.

—Órale, ahorita te ayudan a cargar.

Caballero siempre acababa haciendo lo que nadie quería: ejecutar mujeres, cocinar tambos y enterrar cuerpos. Intentaba no darle vueltas a la idea de jubilarse, cuando escuchó un rugido bajo. Puso la mano en la pieza y rodeó la troca, pero no había nadie, solo una nube de humo saliendo de la parrilla. Abrió para ver el motor, pero todo estaba perfecto. Cerró el cofre y lo sobó con sorpresa, riéndose. «Estaría chingón, ¿no? Mi pinche dragón de verdad

***

Arrancó con los kilos y empezó la noche. Caballero iba bien nervioso, la verdad, así que se bajó un six en la primera media hora de camino. En estos jales no ponía el radio, porque ocupaba valentía y el motor de Dragón siempre le hacía pensar en el rigor de la batalla; en rugirle al destino y defender lo suyo. Conquistar al enemigo. Se aventó un doce bien helado ya entrado en carretera. Ningún súbdito del Nuevo Reino de León iba por los caminos a estas horas más que los muertos: conductores de montacargas, gente que sabe demasiado y, a veces, la chota. A veces, ahora.

Los tres colores detrás de él: rojo, azul y blanco. Se le llenaban los ojos de lágrimas porque era la federal. Impredecible. Caballero no le pisaba al freno y la policía le dejó ir el carro con un golpe a la defensa. Nació el temor por su Dragón; que alguien se lo llevara a desmontarlo, quitarle las escamas, los dientes, deshuesarlo. Acarició el volante en medio de la persecución.

Y el Dragón coleteó. Alcanzó a notar por el retrovisor que, en vez de defensa, su camioneta tenía una cola musculosa de escamas negras, con la que golpeó la patrulla, sacándola del camino a vuelcos en la sequedad de la noche regia.

Aguas, Caballero. Regrésate.

Oyó una voz rasposa y elegante en la cabina. «Seguro es la cheve», pensó, y cabalgó los 40 minutos antes de llegar con el Pozoles, sin mirar al retrovisor.

***

El rancho del Pozoles estaba apagado. Lo único que brillaba en la noche era la palapa bajo la que tocaba un fara-fara y las luces de Dragón en la penumbra del monte. Caballero bajó de un portazo, preocupado.

—Perdóneme, señor. Me aparecieron los federales-

—Hey, hey, ya. Ya, tranquilo. Tranquilito, hijo. ¿Cómo te llamas?

—Ricky.

Pozoles le pasó el brazo por la espalda. Con la otra mano le admiró el cuarzo negro que colgaba de su cuello.

—¿Te gusta este pedo, Ricky? ¿Las piedras?

—No. Digo, no sé. Me lo compré porque se veía chido.

—“Se veía chido”. Pinche Ricky.

Se rio complacido del muchacho y luego vio a los demás alrededor del trío de músicos: cuatro sicarios, fieles y avispados, con la pieza bien agarrada y una caguama en la otra mano. Pozoles le presentó la noche de carne asada con un ademán elegante.

—¿Gustas, Ricky?

—Nombre, gracias, señor. Ahorita venía tomándome un doce.

El jefe asintió. Respiró hondo y puso sus manos en la cintura. Les chifló a los sicarios, que al momento se pusieron de pie para seguirlo.

—Échame los kilos, Ricky. Igual y hasta te regalo uno. Con eso de que te echaste la vuelta y todo. Estás cabrón.

Los llevó a la parte trasera de Dragón, pero ahora eran las patas de una bestia mitológica. Pozoles miró divertido a Caballero, luego a sus hombres, e hizo una señal. Todos dispararon al costado de la camioneta, pero a pesar de la fuerte ráfaga de balas, ninguna atravesó la piel escamosa del lagarto que guardaba la cocaína.

—¿Esto qué, güey? ¿Chistosito?

—No, señor. No sé por qué…— Un rugido temible sacudió la tierra y el fuego blanco bañó la palapa con los músicos, que quedaron en huesos lamidos por llamas cristalinas.

Caballero abrió la puerta escamosa de su camioneta, pero cuando la cerró ya era un ala. Dragón rugía con poder, ahora al doble de tamaño de lo que tenía en su forma de automóvil. Aguantando la lluvia de balas, le reclamó a su troca.

—¿Qué pedo, Dragón? ¡Me cebaste el jale!

Caballero, ya te iban a matar.

—Achinga’

La voz lo llamaba en su cabeza. El dragón lanzó una llamarada blanca como la nieve, cubrió de saliva humeante y llamas vidriosas a los hombres, consumidos en el ardor y los alaridos. Comenzó a elevarse por el aire, con Caballero a la espalda.

Has sido muy bueno conmigo, Caballero. Nos hemos desecho de hombres y mujeres opuestos a nuestras voluntades. Eres un destilador de tesoros: tú alcanzas el brillo último de lo viviente y lo entierras secreto. Me recuerdas mucho a mí. Además, los yugos no nos van.

— A huevo, los yugos no nos van, mi pinche Dragón.

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