La Carta

Volumen Tres

Ernesto Dávila relata un amor en los tiempos de la revolución mexicana.

POR Ernesto Dávila Herrera
6 mayo 2019

La Carta

Mi fastidio; mi desesperación; mi ansiedad. Esa noche al estar en el rezo de las Completas, inició aquello. Cambié palabras divinas por mundanas, en donde insistentemente aparecía Rosendo, al que invocaba para que estuviera a mi lado; al que invocaba para que me sacara de mi celda, para decirle lo tonta que había sido.

De mi posición serena arrodillada, terminé en el suelo como feto abandonado. En mi alma no había espacio para el rezo del Oficio Divino. Mi memoria hacia sumas de todo lo realizado durante todo el día, con las divisiones en las que solíamos quebrarlo: Maitines, Laudes, Prima, Tercia, Sexta, Nona, Vísperas y de las Completas realizadas durante los diecinueve meses y cuatro días que llevaba en el convento. Pretendía encontrar un número total que incluyera las misas, los rosarios, los cantos y las oraciones especiales a petición de los bienhechores. Esa noche me irritaba todo y sentí odiarme y me tuve lástima: vivía en un mundo no mío, en el refugio que había elegido para dañar a mi amado Rosendo, que en mi petición infantil de que dejara el trago y la jugada, encontró el enojo. Se negó. Sin dejar de ser tierno quiso convencerme de que ya desposados, sería otro. Yo, segura de mi atractivo, le demandé que fuera en ese mismo instante.

***

De afuera venían estruendos de cañones. Se respiraba pólvora. No lejos del convento se fraguaban batallas entre los federales y los levantados revolucionarios. Estaba por terminar el año 1910. Las hermanas incrementaban los rezos y se rompía el obligado silencio con los histéricos gritos de las atribuladas novicias; yo con papel y tintero empecé a escribir la carta:

«Rosendo: soy María Luisa, te escribo hoy 9 de diciembre —diciembre de la Revolución como le han llamado— con la única intención de que sepas de mí. Quiero desnudar mi alma para que veas que en ella solamente habitas tú. Me duele mi pasado y te confieso que me arrepiento de mí actuar soberbio. Permíteme decirte que te amo, déjame gritarte que mi vida sin ti va camino a la nada…»

***

La vida en el encierro continuó. Se me habían asignado labores en la cocina. Era la ecónoma, puesto ganado por la consideración que me tenían, a costa del gran dote proporcionado por mi padre para solventar mis gastos, con la promesa de una aportación trimestral protocolizada ante los funcionarios del Banco de Londres y México, en donde mi papá guardaba sus dineros, y donde además trabajaba como consejero. La cocina tenía un escondite al que solamente la superiora y yo sabíamos y teníamos acceso y en donde podía ocultar unas onzas de oro

Mi carta la escondía entre mis enaguas a sabiendas de que algún día Rosendo me visitaría con el propósito de rescatarme.

***

Cada noche luego, de mis últimas oraciones, de las Completas, mi tiempo de reflexión lo ocupaba en releer la cambiante carta:

«Rosendo: soy María Luisa, te escribo hoy 17 de julio de 1912. Mi intención es que sepas de mí, pero sobre todo, saber de ti. Me pregunto si aún me amas. Te confieso que yo no he podido quitarte de mi mente. Qué lindo habría sido nuestras vidas juntas. Me duele mi actuar, pero me duele más el que no me hayas frenado, que no me hayas detenido en tus brazos.  Pero me dejaste partir. Sigo amándote… »

Mi plan para entregar la carta lo diseñé al ver que sor Rafaela, encargada de la puerta de acceso, me trataba con deferencia que yo correspondía con frutas o colaciones extras que, de manera secreta, se las hacía llegar hasta la mesa. Argucia revolucionaria, supongo. Me animé a decirle que tenía cosas que contarle y que, esa noche, dejaría la puerta de mi habitación sin picaporte.

Pasada la media noche apareció Rafaela. Sus ojos compasivos mostraban ternura, pero ansiedad que solo había visto en hombres. Me incorporé y le conté de mi necesidad de entregar la carta; su ternura inicial cambió de pronto. Algo sonrojada y malhumorada, como cuando sucede algo distinto de lo esperado, se retiró sin decirme si podía o no contar con su ayuda. Amaneció.

Desde muy temprano fui requerida por la superiora. A sabiendas de lo que pasaría, escondí la carta en ese mismo lugar en el que también guardaba catorce onzas de oro que mi padre me dio sin la anuencia de las autoridades eclesiásticas. Cuando mi padre me entregó las onzas, en lágrimas me pedía que recapacitara y que si era necesario le avisaba a Rosendo; era sabido que en la revolución los insurgentes no vivían del todo bien, pero también que en los conventos se aprisionan a veces al alma y al cuerpo. Le pedí que no lo hiciera y que me prometiera que nadie se enteraría de mi paradero.

Ante la superiora y el sacerdote capellán, con temple negué todo. Les hice ver que no era la primera vez que sor Rafaela pretendía entrar en mi habitación bajo extraños pretextos. Al poco rato entró una carreta al patio central. Vi por última vez a Rafaela subiendo a la carreta, cargada de sus pertenencias. La portera fue expulsada del convento.

***

El tedio se apodera. Se interrumpe fácil con cualquier sonido dentro del convento; sonido que no es ya de tanto pistoleo, pero inquieta por igual.

La bola, ese movimiento de los alzados, llamados revolucionarios, ha provocado la escasez de alimentos. Nuestro pequeño huerto no es suficiente para nuestro sustento. Tenemos que buscar otras alternativas y aunque nuestra orden no es de claustro, tampoco era común andar en plazas o en la vía pública. La necesidad nos manda a mercar víveres en el cercano Torreón; por lo tanto, la madre superiora nos instruyó a sor Matea y a mí que realizáramos los preparativos para trasladarnos al mercado La Alianza. Así lo hicimos.

El tranvía realiza paradas sin lugar previo establecido, lo cual hace que se lleve más tiempo de lo debido. Luego de una hora de camino, entre bultos de alimentos y gallinas, descendimos en la parada más cercana a La Alianza. El viaje fue un respiro en mi doliente vida, principalmente por haber podido entablar conversación con el auxiliar del almacén de abarrotes y solicitar de su ayuda para entregar mi carta.

Alegre fue el regreso. Superamos el trajín del viaje en tranvía; ese que va de Torreón a Lerdo; y que nace  por los rumbos del tal mercado y se interna en el estado de Durango, en primer lugar por Gómez y luego Lerdo. Nos bajamos en el parque Morelos, deseando refrescar nuestros cansados pies, con el entusiasmo de haber encontrado un mensajero

Esa noche retomé el escrito.

«Rosendo: soy María Luisa, te escribo en el inicio de la primavera de 1914. Me urge comunicarme contigo, quiero enterarme por un escrito tuyo si no me has olvidado, te demando que me hables de tu vida amorosa. Por favor hazme ver que aún me amas. Han pasado los años y mi vida no tiene sentido, te sigo amando y en los recuerdos necesito alimentar mi amor por ti…»

Convencí a la madre superiora de la necesidad de regresar al almacén para aprovechar los granos que había apartado, que por su precio era conveniente adquirirlos.

No dormí esa noche. Apresuré a sor Matea para tomar el tranvía que nos llevara al almacén de abarrotes Lee Wang. Al llegar se captaba un murmullo en crecimiento; sin prestar atención a los oferentes caminé rumbo a mi objetivo. Encontré al dependiente atendiendo a otros compradores. Me vio y con ciertos gestos me dio a entender que en un momento estaría conmigo; era fácil de advertir su amabilidad, acrecentada con la paga que recibiría por ese favor. ¿Su trabajo? Encontrar a Rosendo. Sabía que con los datos que le proporcioné de su vida e intereses, con la descripción de la hacienda de los Herrera en Tlahualilo, de seguro ya lo tenía en la mira. Me imaginé que hasta pudo haberle dicho de mi intención y me aferraba a pensamientos en que mi señor estaría ansioso por recibir la misiva. Justo cuando el dependiente —don Miguel— se acercaba hacía mí, se oyeron disparos, seguidos de gritos de los transeúntes y las voces recias de los villistas quienes habían irrumpido el mercado; se gestaba la Toma de Torreón. Los Revolucionarios tenían como objetivo matar a cuanto chino apareciera, y en ese almacén sus propietarios venían del continente asiático; el dependiente, al correr en auxilio de sus patrones, fue alcanzado por una bala. La posibilidad de que mi amado me encontrara se esfumó como el último suspiro de don Miguel, braveando a los villistas sus últimas amenazas; la sangre parecía brotarle de afuera hacia adentro, y no al revés.

La presencia de Villa duró hasta finales de abril, dejando miedo, destrucción y desabasto de alimentos. La madre superiora cayó en cama, perdiendo la voz y el movimiento de su cuerpo. Un enviado del obispo de Durango nos urgió a abandonar las instalaciones y viajar a Monterrey, allá nos repartirían en diferentes centros, albergadas por distintas órdenes religiosas.

La superiora se esforzaba en señalarme que destruyera el acceso directo al escondite donde se guardaban ciertos alimentos y dinero para nuestros gastos. Solo ella y yo sabíamos de ese bien disfrazado fortín. No obedecí. Antes de partir, ahí dejé la carta, las instrucciones y el oro para que el que encontrara el sitio, supiera que el metal precioso era el pago por hacer llegar la carta a mi amado.

Seguía la revolución. Se consolidaron los gobiernos con la creación y puesta en vigor de la Constitución del 17. Por mis apellidos, me asignaron con religiosas al rumbo de Obispado. Atendía la prefectura de disciplina en el colegio de damas, con alumnas provenientes de las mejores familias de todo México.

Pasé casi diez años en aquel colegio.

Teníamos Constitución, pero no estabilidad. Plutarco Elías Calles inició la persecución religiosa. Tuvimos que emigrar a San Antonio en 1927. Siguen mis años, sigue mi dolor, vivo mi abandono y …heme aquí, repasando mi vida y orando al Señor para que transporte mi alma a esa carta.

Sigo aquí, dentro del libro contable con los informes de los gastos. Junto a mí están las anotaciones de las compras con precisión judaica. El convento se convirtió en hospital, luego en albergue y después en oficinas de limpia de la ciudad. Todos los que transitaban por las instalaciones no se percataron del pequeño espacio entre pared y pared. Las onzas intactas.

El convento por ley pertenecía al gobierno federal y éste lo cedió al gobierno municipal. Para el alcalde era un gasto mantenerlo y vigilarlo, puesto que se convirtió en refugio de mendigos y niños de la calle.

En el huerto solo hay ortiga silvestre y bledo o mala hierba. Las zanahorias, remolacha, jitomate y ajo han desaparecido. Alguna amapola silvestre en vano se opone a la presencia de las hierbas destructivas e invasoras.

Por las noches los menesterosos crean fogatas y vivo en el miedo de que las llamas me alcancen; quiero gritar y no puedo, quiero que sepan que estoy presa tanto o más como la que me creó con papel y tinta.

El tiempo corre. Yo me siento triste. He tomado un color amarillento y creo que mis letras van desapareciendo, estamos próximos al Siglo XXI. Me inquieta el silencio, quiero que regresen las voces aguardentosas de los moradores o posesionarios, las balas y los villistas; no me importa que hagan fogatas ni sus nauseabundos olores que despiden.

***

Hoy amanecí de mejor ánimo, escucho que hay personas en el convento. Es la charla entre dos hombres:

—Mire don Raúl, no puedo hacer el presupuesto para las reparaciones. Me precio de ser bueno con la cinta de medir y debe de saber que sumo con la cabeza sin necesidad de papel, pero las medidas exteriores de la finca no coinciden con las interiores ni pa’ pura madre; en particular ese cuarto, ese en donde se encuentra una alacena hecha de madera maciza.

Don Raúl —se había hecho de esa propiedad por acuerdo del Cabildo, mediante el pago correspondiente— sin alterarse le dijo:

—Seguimos viendo todo mañana. Lo busco para que iniciemos los trabajos

Ha regresado el silencio, ¡no! Ha regresado don Raúl con alguien más.

—te digo que son como 80 centímetros de diferencia entre el interior y el exterior y esta pared, cubierta de madera me inquieta.

Si pudiera decirles que quiten la madera, lo haría, si tan solo supieran que con un fuerte movimiento del travesaño superior se abriría la disimulada puerta. Si pudiera gritarles que aquí estoy y junto a mi hay oro, mucho oro.

¡Ah! Veo que la madera ha cedido.

—Papá, mira, hay un gran espacio atrás de la pared y se puede acceder. Pásame la linterna.

Por fin han llegado, no me importa que primero contemplen el oro… ya tomaron el gran libro de contabilidad y me han encontrado, el hijo de don Raúl ha desplegado el papel:

«Rosendo: soy María Luisa, te escribo en el inicio de este invierno de 1945, se dice que ha terminado la guerra mundial, lo que es cierto es que mi vida ha terminado. Nunca pensé que yo acabaría de esta manera. Nací con todo lo que cualquier jovencita soñaría y ante tantos jóvenes que me cortejaron, a ti te elegí. Viví en situación constante de que mis caprichos deberían cumplirse y tú no cumpliste lo que te pedía. Te amé a la locura y con mis agotamientos y enfermedades, se fue acabando mi amor, hoy lo que siento es odio y…»

—Que tontera de carta, vamos a quemar todos los papeles papá, toma en cuenta que, si alguien se entera de todo esto, el gobierno nos quitará el oro.

—De acuerdo, pásame los fósforos.

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