Un cielo muy azul con pocas nubes

Volumen Cinco

Para Julio Mejía III, una de las posibilidades de la poesía es la de inventar o descubrir correspondencias. Siendo ese el caso, el trabajo del poeta consiste en sintetizar distintas realidades por medio del lenguaje: construir puentes, derribar muros, difuminar fronteras. Es en esta tradición donde el autor sitúa a Un cielo muy azul con pocas nubes (2019) de José Javier Villarreal, cuyos poemas podrían clasificarse como narrativos.

POR Julio Mejía III
11 noviembre 2019

Un cielo muy azul con pocas nubes

Una de las posibilidades de la poesía es la de inventar o descubrir correspondencias. Siendo ese el caso, el trabajo del poeta consiste en sintetizar distintas realidades por medio del lenguaje: construir puentes, derribar muros, difuminar fronteras. Ovidio, en sus Metamorfosis, trabaja a partir de una tesis muy puntual: las formas cambian, pero las esencias permanecen: Licaón se convierte en lobo, Dafne en laurel. La Divina Comedia, de Dante Alighieri, es la conjunción de dos cosmovisiones: la del cristianismo y la de la antigüedad clásica: Minos, juez del tribunal del Hades en la tradición grecolatina, juzga a los condenados en un Infierno ordenado según la Ética de Aristóteles. San Juan de la Cruz nos comunica lo incomunicable a través de su Cántico espiritual y la Noche oscura: lo inefable del amor divino nos es presentado bajo la forma del amor erótico. En Las flores del mal, Charles Baudelaire establece un diálogo entre distintas sensaciones: los perfumes, los colores y los sonidos se responden. The Waste Land, de T.S. Eliot, fija la circularidad del tiempo, la universalidad de los mitos, y la recurrencia eterna de los mismos.

En esta tradición de la poética de las correspondencias es en la que sitúo Un cielo muy azul con pocas nubes, de José Javier Villarreal. El título, que corresponde a la última imagen de los poemas (que no del libro), es una promesa de claridad, lo cual lo aleja de la oscuridad simbólica de Eliot y San Juan de la Cruz. Pero lo que tienen en común es más profundo: la aspiración de presentar una imagen coherente del mundo a partir de la relación de realidades diversas.

El libro está estructurado en cuatro apartados de poemas y una serie de notas en prosa. Algunos de los poemas están acompañados de fotografías del archivo familiar Villarreal Álvarez Tostado. Identifico, a partir de esta estructura, por lo menos tres géneros de correspondencias a lo largo del libro: la que se establece dentro de cada poema; y la que se da entre poemas y fotografías, así como entre poemas y notas. Éstas últimas no son necesariamente apéndices explicativos, sino textos autónomos que pueden subsistir sin necesidad del texto al que hacen referencia.

Los poemas podrían calificarse, con justicia, de narrativos, en tanto que suele haber una anécdota que se desarrolla (o desenrolla) en el texto. Pero no se tratan de historias cortadas en verso, como una nota periodística mutilada, sino de verdaderos cantos narrativos. Lo que está detrás es toda una concepción de la poesía. En palabras de Antonio Machado:

   Canto y cuento es la poesía.
   Se canta una viva historia
   contando su melodía.

Para cantar las correspondencias entre distintas realidades, lo que José Javier Villarreal hace es contar dos historias, aparentemente lejanas o inconexas, que finalmente convergen. La manera en que esto suele ocurrir es diverso, pero ofrezco un poema como ejemplo:

La señora Martha lee el tarot

La señora Martha lee el tarot, tira el I chin
y elabora tu carta astral;
puede observarte de cabeza a través de su bola de cristal,
seguir la historia
de tu vida en las líneas de tu mano,
interpretar los asientos del café,
incluso, te sirve una agüita de hierbas y conversa contigo
antes de dar por concluida la sesión.
La señora Martha se anuncia en los periódicos de la tarde,
encuentras sus datos
y teléfono en el cristal de los cajeros automáticos,
en las paradas del camión
y en las puertas de las tiendas de conveniencia;
más en el Oxxo que en el Super siete.

Eurídice se despidió de Orfeo por medio de cartas
sumamente rencorosas,
el negro veneno del resentimiento empañó las grises
aguas de la Estigia
y las dos monedas que cubrían sus ojos rodaron
por el fango entre bichos y alimañas.
Seguramente Eurídice tenía razón, Orfeo no pasaba
de ser un poeta ensimismado,
sumamente ególatra, siempre recorriendo los pasillos
de una memoria laberíntica
cuyo hilo es cada vez más difícil de seguir.

La señora Martha, por lo general, siempre te da buenas
noticias. Su voz es suave y envolvente,
crece como una columna, se quiebra –melódica–
como un susurro.

Eurídice se fue disolviendo en sus iras y rencores,
en esa geografía agreste
llena de fríos y temblores, de jergones y camastros
que la obligaban a no moverse,
a permanecer quieta como una deidad egipcia
a punto de emprender el viaje.
Orfeo ya no fue el mismo, seguía cantando y comiendo
como siempre,
seguía con su voz a la mitad del foro, pero su tono
nunca fue asordinado, al contrario,
potente y metálico; pero ya no fue el mismo.
Nadie reparó en diferencia alguna,
pero él, entre los campos y jardines, salones y terrazas
sabía que ya no era el mismo.

La señora Martha recibe de nueve a seis. Ella te adivina
el futuro y sabe tu pasado,
te puede aconsejar; es una amiga, una voz que te envuelve
y protege, te aparta;
podría compararse con esas zonas de descanso
que hay en las carreteras
donde te puedes detener, tomar agua, estirar las piernas,
ir al baño, comer un poco,
dormir, incluso –con cierta seguridad–, entre tu punto
de partida y tu punto de llegada.

Pero la señora Martha no hace trabajos,
no puede torcer los hilos
que los dioses y las estrellas han tejido para ti.
No sé si guarde memoria de sus clientes, de las historias
de sus clientes, cuando éstos ya se han ido;
no sé si durante los festejos del diez de mayo,
de sus cumpleaños o navidad,
cuando sus hijos, nueras y nietos
la dejan sola un momento ella recuerde
las penalidades, angustias y tragedias
que llenan todos los días
su espacio de trabajo; esas consultas que se van apilando
como nubes,
como días nublados donde la polución no te deja ver
las montañas que rodean la ciudad.

Eurídice no se conformó y clamó venganza, exigió
justicia a los dioses.

Pero los dioses no prestaron atención y siguieron
con sus transformaciones.
A veces se robaban a una niña o a un mancebo,
se divertían con un campesino
o con la esposa de un obrero. Siguieron gastando
sus horas bajo la ley de sus instintos,
haciendo todo aquello que escapa a la moral
de la clase media,
demostrando que las necesidades del alma y del cuerpo
han sido las mismas a lo largo de los años.

Pero las estriges y sirenas, aquellas entidades
que afligieron a Orestes, sí repararon en los ruegos
y desvaríos que se dejaron oír desde el Averno.
Orfeo, que ya no era el mismo, pero nadie lo notaba
(incluso la señora Martha tampoco lo notó),
un día que tocaba el plectro y entonaba su voz
a la orilla del arroyo
–cuyas laderas se hallaban repletas de rosales
y buganvilias, corderos y vacas
que rumiaban pacientes al ritmo de sus acentos
y frases melódicas–,
se vio rodeado por bellas mujeres. No se trataba
ni de ondinas ni de náyades,
en realidad, estrictamente, no eran mujeres. Las erinias,
estriges y sirenas,
siguiendo los clamores e improperios que sacudían
los túmulos funerarios,
las piras humeantes que se confundían con el humo
de las fábricas,
con el estruendo y el polvo de las pedreras,
hicieron su trabajo. Ni la misma señora Martha pudo
adivinar la tragedia que se cernía sobre Orfeo, cuyo
canto –lejos de desaparecer– se hizo más potente,
pero su cuerpo, mutilado, carcomido por el ácido
y la furia,
fue encontrado, a la mañana siguiente, en Villagrán,
entre Madero y Colón, a espaldas de El Matehuala.

El poema está construido a partir de dos historias que se van trenzando: hay un vaivén de la señora Martha al mito de Orfeo, y al final ambas historias resultan estar unidas: Orfeo, en tanto figura arquetípica, está vivo y se encuentra en las calles de Monterrey (aunque podría estar también en Paris, o en Nueva York, o en Londres). No hay dicotomía entre “la vida real” y la ficción literaria: el mundo se construye también con nuestros mitos.

El libro es un recordatorio de la vigencia de los clásicos y también es una invitación a repensar la poesía: leer y escribir no son formas de ausentarnos, sino de hacernos más presentes, de vivir más intensamente, de estrechar lazos con nuestra familia y con nosotros mismos. En ese tenor, quisiera concluir la reseña con dos fragmentos del libro que nos recuerdan que la lectura no es sólo una actividad intelectual, sino también corporal. La última de las notas del libro dice así:

En 2002, a pocos kilómetros de Sevilla, caminé por la Canción a las ruinas de Itálica, ese impresionante y bello poema de Rodrigo Caro. En marzo de 2019 caminé, en el centro de Santiago, por El Paseo Ahumada, ese desigual e imponente poema de Enrique Lihn. El gusto por caminar y subir cerros, por explorar cuevas, lo adquirí desde pequeño en el rancho de mis abuelos.

Esto coincide con este fragmento del poema “Releyendo a Darío”:

Leer un poema es recorrerlo, andar mucho, sentir
     cómo se te duermen los brazos, las manos
     se hinchan, la boca se reseca
     y llegas a ese punto donde debes volver.

***

Podrás encontrar Un cielo muy azul con pocas nubes en Ediciones Atrasalante, dando clic en este enlance.

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