Mismas calles: tú tranquilo y yo con miedo

Volumen Siete

¿Cómo se viven los espacios públicos cuando eres una mujer? ¿El Estado garantiza la seguridad? Un estudio Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI 2018) reveló que para cada 6 de 10 mujeres en México, el trayecto y la movilización en el espacio urbano supone un traslado momentáneo, pero acompañado de muchas emociones que se alejan a millas del placer de moverse. Michelle Mijares reflexiona sobre el ser mujer en espacios públicos que no garantizan ni seguridad ni tranquilidad. [Foto: Elyn Brazier]

POR Michelle Mijares
2 marzo 2020

Mismas calles: tú tranquilo y yo con miedo

El encuentro entre hombres y mujeres en espacios públicos tiene significados y consecuencias distintas para el hombre que para la mujer; sí: el núcleo urbano es físicamente igual para todos, pero eso no quiere decir que de su mano se asegure una vivencia segura para las mujeres. El salir de casa debería ser una experiencia agradable: debería permitirnos conectar con el entorno, provocar una sensación de bienestar y placer. Para las mujeres no ha sido así. Cosas tan sencillas como disfrutar un paseo, sentir el viento rozar tu cara, correr en el parque o andar en bicicleta, se vuelven una osadía. La movilización debería ser una oportunidad de esparcimiento y disfrute, no una condena de muerte.

Un estudio del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI 2018) reveló que para cada 6 de 10 mujeres en México, el trayecto y la movilización en el espacio urbano supone un traslado momentáneo, pero acompañado de muchas emociones que se alejan a millas del placer de moverse: la adrenalina por llegar rápido a casa, el miedo que te come por dentro al caminar sola por una banqueta, el suspenso eterno que aguarda el siguiente piropo no solicitado. Tenemos limitada y restringida la experiencia de habitar nuestro propio espacio. Ese es nuestro urbanismo.

Y no es azar. Está construido sobre una sociedad patriarcal que contribuye a perpetuar la violencia de género; una sociedad que no permite vivir a la mujer la misma ciudad que la que le permite a los hombres. En una sociedad heteropatriarcal, la idea de que por ser mujer «hay que ponerte en tu lugar» condiciona nuestra forma de vida: nuestros tránsitos, por más cortos que sean, se convierten en una pesadilla; un desfile de acoso, en donde las amenazas de violación se esconden bajo esos piropos: «¿te acompaño guapa?», «¿tan guapa y tan sola?», «aghhhh sabrosa», «que rica guerita», «bizcochito ¡contigo si rompo la dieta!», «camina por la sombra que el sol derrite a los bombones», «quien fuera bizco para verte dos veces», y el problema, es que se ha normalizado. Y si somos acosadas o atacadas sexualmente en público, el primer cuestionamiento social es nuestra forma de vestir o nuestro comportamiento «Es normal», «Así son los hombres», «Así es el cortejo», «A todas les pasa», «Igual y es mi culpa por ponerme esta falda», «Tal vez es mi culpa por venir por aquí».

El tiempo es también distinto. Vivimos nuestros días con horarios limitados y los lugares que circulamos restringidos.

Vivir nuestro espacio urbano con la libertad que se supone, nos coloca bajo la crítica social. ¿Es serio que va caminando sola a esta hora? ¿Cómo se le ocurre salir vestida así a la calle? ¿Porque no va a acompañada de alguien? ¿A dónde va a estas horas?

Ser mujer propicia nuestra expulsión del ámbito público. Somos ante el ojo público vistas como objetos de desfile ante la mirada y escrutinio de los que acosan: un ente extraño a lo que no es privado. Somos ajenas a nuestra propia presencia. Porque para la mujer, el salir a la calle es exponerse a la violencia; peor: es experimentarla. Hemos desarrollado diferentes restricciones como la hora en que tenemos permitido estar solas por la calle, evadir callejones oscuros, no usar faldas o vestido si pensamos trasladarnos a pie, tener cuidado en el transporte público, entre otras, para asegurarnos de nuestro bienestar y seguridad y así poder llegar intactas a casa. Estas restricciones incluso las apoyamos con estrategias que disminuyan el riesgo de vivir episodios de violencia. Hemos formado generación tras generación un modo de vida que no puede caracterizarse con otras palabras que no sean estado de alerta constante, una vida que no puede describirse como otra que no esté impulsada por la adrenalina o el pánico. Nos hemos hecho jugadoras expertas de un peligroso deporte: ser mujer.

Salió de casa insegura de que su entrenamiento arduo sería suficiente para ganarle el partido al traslado. Se vistió como lo dictan las reglas del juego: para no llamar la atención de nadie. utilizó sus zapatos más cómodos por si el juego le pedía correr. Se preparó, pues. Se dijo a sí misma que estaba preparada para salir a la cancha. De inmediato el equipo contrario comienza a ponerle las primeras adversidades del partido, unas miradas punzantes que le desgarraban la ropa sin siquiera tocarla, uno que otro chiflido que la impulsaba a caminar más rápido. Una vez apresurado el paso comenzó a mirar a todos sus lados para asegurarse de que nadie la seguía; quería terminar la partida. Su atención se vio dividida por los gritos y las fechorías que le gritaban, las manos comenzaron a temblarle y las llaves que llevaba entre los dedos comenzaron a resbalarse. Cada vez más se acercaba a su destino y se echaba porras a si misma diciéndose que nuevamente hoy había jugado bien el deporte, anotándose una que otra cosa para tomar en cuenta en su siguiente visita a la cancha.

***

En el núcleo público somos percibidas como cuerpos de deseo, como productos en el estante de un supermercado; como una oferta y un servicio, no como sujetos de derechos en donde lo único que buscamos al salir de lo privado es el ejercer nuestra libertad como ciudadanas.

¿Qué hacer? Es evidente que, en nuestro contexto social, no podríamos comenzar una apropiación “práctica” de nuestros espacios, pero podemos trabajar en una reapropiación simbólica en donde imaginemos el espacio público que nos merecemos. ¿Cómo?: a través del arte.

El arte tiene la capacidad de movilizar tanto individual como colectivamente; contiene una potencia que logra no solo mostrar, transmitir, sino incluso incidir en transformaciones sociales. A través del arte podemos conectar y llegar a niveles de reflexión más complejos que nos impulsen como movimiento a conectar unas con otras y poder empezar a cambiar las condiciones del juego. El espacio público es el escenario de la política por excelencia, las calles son algo que las feministas hemos demostrado importante como apuesta política: representan un espacio recuperado, uno que se nos había negado.

El arte debe estar ahí también; debe salir a la calle. Necesitamos expresar que donde ellos ven un parque con poco alumbrado, nosotras vemos el corredor de la muerte; en donde ellos ven una banqueta, nosotros vemos el desfile de “ofertas”; donde ellos ven un transporte público, nosotras vemos el concurso de “arrimones” y “agasajos”; donde ellos ven un auto pisando el freno, nosotras vemos un secuestro. Con tanta maldad, con tanta violencia, con tanto miedo, con tanta rabia, con tanta impotencia, con tantas restricciones en la mente, no nos están dejando vivir. Como alguna vez escuché: “cuando la misma ley es un régimen violento, hay que oponerse a la ley para paradójicamente oponerse a la violencia”. Adoptemos el movimiento social y político feminista en todas sus manifestaciones para colectivamente generar un cambio en el país. Las calles de México están llenas de arte, de monumentos y murales. Expresiones artísticas que reflejan la ideología y cultura de todo el pueblo mexicano, es momento de agregar a estas nuestro mensaje como movimiento social para incrementar la representación de nuestra lucha y generar conciencia y cambio mediante manifestaciones artísticas, porque a veces las palabras ordinarias no son suficiente.

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