Flotar ligero

Volumen Nueve

En tiempos de confinamiento, congelar el tiempo es una aprehensión natural; para Raquel Guerrero, se puede lograr a través de una fotografía.

POR Raquel Guerrero Velázquez
13 julio 2020

Flotar ligero

Durante las últimas semanas, mi ocio se resume a ver fotografías viejas que tengo guardadas en mi computadora. Las hay de mis amigos, del mar, de mis exnovios, del cielo y de mi familia.

Hay una en específico que no dejo de ver. La fotografía es la sala de la casa de mis abuelos: el sol entra por las persianas reflejando la luz en el piso café y liso de loseta. Se ven los sillones color negro, la televisión prendida sobre una mesita de madera y mi abuelo sentado en la orilla del sillón más grande. Mirar la fotografía me duele, pero no puedo parar. Refleja un constante sentimiento de nostalgia. Una vida pasada que ya no existe. Muestra un cuerpo del que no pude despedirme, un cuerpo que no voy a volver a tocar.

Trato de pensar en el momento en que decidí congelar esa imagen. Tal vez quería hacer eterno ese momento para recordar cuando comenzaran a faltar piezas en el cuarto. Tal vez para guardar la sensación de estar ahí, un domingo por la tarde o tal vez sólo me gustaba el reflejo de la luz entrando por la ventana.

Dice Isabel Zapata en Alberca Vacía: «La fotografía es una trampa porque nos regala un imposible: la ilusión de que uno puede apropiarse de lo observado al mirarlo […] retratar algo por miedo a perderlo equivale a intentar detener el paso del tiempo».

Miro las fotografías porque en mi cabeza, desde hace tres meses, decidí detener el paso del tiempo; decidí ahogarme en los “cuando pase todo esto” y congelar el 19 de marzo en el calendario. Como si cuando pasara la pandemia, la vida se reiniciara y volviera a estar en donde me quedé: estudiando en Barcelona, esperando el fin de semana para ir a la playa con mis amigos. Esperando también por los planes que tenía anotados en la agenda y que he tenido que tachar. Pero, sobre todo, esperando el mes de mayo, para volver con mi familia y abrazarnos largo, como si hubieran pasado años sin vernos.

La incertidumbre y los desastres sin aviso ocurren todo el tiempo. Mi abuelo falleció, y dos semanas después pude volver a México con adioses sin concretar haciendo peso junto con las enormes maletas que me dejaron dolor de hombros durante una semana.

Desde que llegué a México mi soundtrack se ha resumido a Morrissey repitiendo una y otra vez “everyday is like sunday”. He cantado muchas veces esa canción y hasta ahora me siento dentro de un búnker que no es afectado por el paso del tiempo. Todos mis días parecen domingo, pero domingos sin sol entrando por las persianas de casa de mis abuelos.

Seguro que no soy la única que, en cuarentena, mira fotografías viejas de vidas pasadas, de un tiempo que no va a regresar y no por la pandemia, sino porque así es la vida. Mientras revisábamos un cuento, una de mis maestras alguna vez dijo: «la vida no tiene sentido. Pasan las cosas y uno hace lo que puede para sobrellevarlas»; y sí, así estoy, así estamos. Nos llenamos de ejercicio, de libros, de series y de una productividad que desborda inexistente porque seguimos sintiendo que no hacemos nada.

Nos convertimos en personajes dentro de un cuento de realismo mágico, en donde la cotidianidad ha sido irrumpida por sucesos fantásticos —por eso del murciélago, las conspiraciones y los iluminati— que se han apropiado de nuestra realidad, congelada en un domingo, un lunes o un miércoles, porque seguro muchos, como yo, no saben qué día es hoy.

Me identifico con el cuento de Casa Tomada de Julio Cortázar, en donde dos hermanos que han pasado toda la vida cuidando su casa, se dan cuenta por medio de extraños ruidos, que están siendo invadidos por intrusos. Los intrusos terminan tomando la casa por completo, y los hermanos entienden que es momento de salir del lugar. Cuando salen, tiran la llave de la casa en la coladera para que nadie pueda entrar a robar. Mi hogar — digo hogar porque entonces también puedo hablar de personas—  está siendo tomado y va a llegar un día en que tenga que salir y tirar la llave de la casa en la coladera, para que nadie entre y me robe la ilusión de guardar el pasado, de retomar la vida donde la congelé, o más bien, de volver a construirme.

Siento un dolor en mi pecho, ¿y si no se va? ¿y si me mata? ¿Y si se queda habitando en mi cuerpo? no, sólo es la ansiedad, me repito mientras respiro. ¿Si me quedo sin amigos porque me agobia estar en redes sociales? ¿si alguien más de mi familia se va y no puedo despedirme? ¿si esta “nueva normalidad” me convierte en un ser triste y ermitaño? ¿en qué cuento voy a aparecer? ¿seré la villana? ¿si toman mi casa y me rehusó a salir de ella? ¿me comerán viva?; entre el duelo que me rehúso a hacer y la falsa aceptación de la situación que vive el mundo; entre las fotografías y los personajes de cuento; entre el caos que inunda las calles, las redes sociales y las pláticas de mis amigos en WhatsApp, están mis sobrinos: Valeria y Matias flotan ligeros; llenan mi chat con stickers de gatos. A veces no entiendo cómo después de todo, siguen jugando, riendo, cantando. Se admiran con lo simple. Los hace feliz un chocolate.

Recuerdo a la Raquel de diez años y entiendo cómo son los niños: toman y transforman lo poco —o mucho— que tienen en risa. No se agobian por el mañana; ya llegará. Viven atentos a lo que pasa hoy. Si el llanto gana, se curan con un abrazo. Si las cosas no salen bien, al otro día lo vuelven a intentar. No necesitan ser los protagonistas de ningún cuento, no necesitan tomar la casa. Se sienten importantes sólo con ser parte de él.

Por ahí dicen —en tono novelesco— que los niños son la esperanza del mañana. Y más que la esperanza, para mí son los que nos regresan a entender que toda espera, situación y acción, se nutre de ella; que no sabemos todo y no lo necesitamos.

En su libro El principio Esperanza, Ernest Bolch decía que «La esperanza es por eso, en último término, un afecto práctico, militante, que enarbola su pendón. Si de la esperanza nace la confianza, tenemos o casi tenemos el afecto de la espera hecho absolutamente positivo, el polo opuesto a la desesperación». Bolch también dice que lo importante es aprender a esperar. Se sitúa en un punto utópico en donde es posible soñar con un mundo digno para vivir, con el ser humano mostrando lo mejor de sí mismo.

El sentido o sensación de esperanza nos conduce a pensar más allá del hoy y a encontrarnos con un futuro que promete cambio. Nos ayuda a pensar que sí hay otros días. A sentir curiosidad, como niños, con ansias de ver qué es lo que hay detrás del muro, afuera de la casa, después de la pandemia.

Si es posible hablar de murciélagos en sopas y armas biológicas que desencadenaron el Covid-19, es posible ser niños y ver con ojos utópicos lo que se muestra como una oportunidad de apreciar lo simple; de pelear por las injusticias, de sobreponernos a los dolores que si bien no todos pasan rápido, en su momento lo harán. Si es posible ser personajes de un cuento de realismo mágico, es posible esperar y mantener la alegría de un niño, perdernos en las artes, convertir el búnker en donde no pasa el tiempo en un salón de juegos y sobre todo, ayudar con todo lo que esté en nuestras manos y mantener la herencia de esperanza en la humanidad.

Al final sí, pequeñas partes de mí —como en el cuento de Cortázar— han sido tomadas y poco a poco tengo que soltarlas. Lo que viví, lo que no viví, la ilusión de certidumbre, los adioses precipitados. También seguiré viendo mis fotografías viejas, sabiendo que tomaré nuevas.

Empiezo a flotar ligero, como mis sobrinos; y como escribe Alejandro Ricaño:

«Sé que todo esto dolerá
Sé que quizá todo vuelva a estar jodido
Y qué más da.

Vendrán los días buenos
Como las luciérnagas
Intermitentemente

Y eso bastará
Eso bastará.»

 

Referencias 

  1. Zapata, Isabel, (2019), “Alberca Vacía”, México, Nuevo León, Editorial Argonautica.
  2. Cortázar, Julio “Casa Tomada” , Plan Nacional de Lectura, Argentina, mayo 2014.
  3. Bolch, Ernest, (1947) “El Principio Esperanza”, Biblioteca Filosófica Aguilar.
  4. Ricaño, Alejandro, “El Amor de las Luciérnagas”, México, D.F: Instituto Nacional de Bellas Artes (El joven Godot)/Consejo Nacional para la Cultura y las Artes.

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