Los gatos salvavidas

Volumen Nueve

Obra ganadora de nuestro primer concurso literario, Pandemioscopio.

POR Aurora Sánchez
13 julio 2020

Los gatos salvavidas

Benito, el honorable presidente de la Asamblea de Gatitos Mimados en la colonia Roma, puso orden erizando su pelaje y arqueando la espalda.

—Silencio con un carajo, parecen humanos y no gatos decentes —dijo al resto de mininos que no paraban de hacer ruido.

La azotea del complejo de edificios en la calle Coahuila quedó en absoluto silencio. Satisfecho el presidente, inició su discurso de apertura.

—En primer lugar, quiero felicitar al compañero Malvavisco que ha logrado a través de su diplomacia realizar una tregua con los perros de la colonia —dijo señalando con su garra a un gato gordo persa—. Hace un par de semanas nadie hubiera imaginado que nuestra reunión sería para tratar temas mortíferos y no sobre la lucha por el territorio. Pero algo está sucediendo, una extraña plaga está dañando a nuestros humanos, no sabemos de dónde vino. Las ratas dicen que sus primos los murciélagos son la causa, pero ya saben, no se puede confiar en una rata. Organicé esta reunión de emergencia, debido a que en los últimos días, tres de nuestros queridos compañeros murieron después de perder a sus humanos: Pericles, el gato del departamento ocho; Bola de Nieve, compañero fiel de la anciana de la esquina y Sófocles, mi hermano —Benito apretó los ojos al recordar a su consanguíneo—. Pido un minuto de maullidos en memoria de los mininos caídos.

El ruido inundó la azotea, los gatos maullaron a la luna, el lamento fue tan fuerte que las luces de algunos departamentos se prendieron y cabecitas se asomaron por las ventanas. Ningún perro ladró. Pasado el minuto el gato continuó:

—Los humanos se deprimen y nosotros lo absorbemos. Los humanos mueren y nosotros sufrimos. El confinamiento que están atravesando les quita la alegría. Viven con miedo, ansiedad y melancolía. Los mininos somos más sensibles a esto. Cuando escogemos a un humano nos conectamos con él, su dolor y sus alegrías se convierte en nuestras, por eso al perderlos una parte de nosotros muere y no todos lo podemos resistir. Algo los está enfermando y no podemos luchar contra ello, pero sí podemos hacerles la vida más feliz.

—¿Cómo? gritó un gato a lo lejos.

—Buena pregunta compañero, es por ello que reuní a una experta en el tema: la gatita Agatha. Ella convive con su humana desde hace 5 años, es una eminencia en las redes sociales por su notable carisma y ha logrado ponernos en la mira de miles de humanos que buscan compañía. Por favor gatita Agatha —dijo Benito, retrocediendo para dejarla ocupar su lugar.

Una gatita color miel con una diminuta nariz rosa caminó al centro de la cisterna que servía como estrado. Con seguridad y voz firme habló:

—Gracias. Es imperativo que los mininos hoy sean más lindos y amigables que nunca. Sé que no a todos nos gusta que nos abracen, pero es tiempo de sacrificios. A los humanos les gusta el contacto y rodearse de más humanos. Durante el tiempo que llevo con mi humana he aprendido mucho de ella. Sé que la hace feliz acariciarme, platicarme cosas aunque no le pueda contestar, jugar conmigo y mimarme. Es por ello que el día de hoy les hago la invitación para dejar a un lado las actitudes hurañas y engreídas que algunos de nosotros tenemos. Ahora ellos están solos y necesitan de nuestra compañía.

Los gatos escuchaban atentamente los consejos de la experta gatita. La plática se extendió por 10 minutos, entre ejemplos y consejos todos se convencieron que era una buena estrategia. Nadie quería terminar como los gatos muertos.

Benito regresó al estrado para formular su discurso de cierre.

—Ahora que ya sabemos lo que debemos hacer, sólo me resta agradecerles su asistencia a esta reunión de emergencia. Regresen a sus casas y cuiden a sus humanos —concluyó el gato.

Pronto la azotea quedó vacía, los últimos en retirarse fueron Malvavisco y Agatha que ultimaron detalles con Benito. Malvavisco regresó con su dueño, un profesor de historia que daba clases a distancia. Agatha se acurrucó en los pies de su humana, una enfermera que había visto de cerca los horrores de la enfermedad. Benito por su parte regresó a su solitario departamento.

Entrada la noche, las tripas de Benito empezaron a rugir, el pobre gato no había comido en todo el día. Recorrió el departamento, buscó en la cocina comida, pero no encontró nada. Junto a su plato estaba el de Sófocles, lo miró y recordó aquellos días en los que peleaba con su hermano para ver quién recibía más atención del anciano que los cuidaba. Su humano había muerto hace una semana y su hermano dos días después por la tristeza. Los bigotes de Benito se llenaron de lágrimas al recordarlo. Cuando se cansó de llorar decidió salir a buscar comida en los basureros. Recorrió las calles arrastrando sus patitas, pero no encontró nada. Los perros callejeros ya se habían comido lo último. A su paso pudo ver por las ventanas de algunos departamentos a sus colegas cumpliendo con las recomendaciones que les habían dado. Se sentía satisfecho por haber ayudado.

Después de un par de horas, el gato cansado y hambriento quedó tumbado en la esquina de Durango e Insurgentes. Cuando la noche era más negra y las calles más silenciosas, Benito distinguió una silueta al otro lado de la avenida. Un anciano junto a un gato esperaban en la esquina. Las fuerzas le salieron de la nada, se levantó y parpadeo muchas veces para confirmar que lo que veía era real. Sófocles y su humano lo llamaban desde el otro lado. Su corazón latió con fuerza. Benito tomó impulso, cerró los ojos, cruzó la avenida Insurgentes, y cayó en los brazos de su humano.

—Mi querido Benito, no podía irme sin ti —dijo el anciano mientras lo abrazaba contra su pecho.

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