Perfil de un macho (cualquiera)

Volumen Once

En este ensayo, a través de "mosaicos", Mariana Ortiz retrata el perfil y las características de un macho (cualquiera). Aún más: nos regala ventanas para ver la realidad que viven las mujeres día con día.

POR Mariana Ortiz Joachin
2 noviembre 2020

Perfil de un macho (cualquiera)

Cualquiera de nosotras pudo haber escrito esto. Cualquiera de ustedes, machitos, puede estar leyéndolo, y por eso, aprovecho para decirles: hasta nunca, cabrones.

***

Una vez conocí a un machito. (No me juzguen: no sabía que lo era hasta mucho después.) Ya habíamos cogido, ya le había pasado mis fotos (ustedes saben cuáles) a sus amigos y ya me había dicho zorra. Hasta después me di cuenta de que tenía un nombre: machito, y unos apellidos: de mierda. Gente así abunda como zumbido de mosquito que no deja dormir.

En 2019 publicamos testimonios de abusos, acosos, hostigamientos, violencias y violaciones. Casi todos en tuiter, casi todos firmados con el hashtag #MeTooEscritores. El mío tuvo como 130 respuestas. La mayoría estaban escritas por hombres (o usuarios asumidos como hombres) y decían cosas agudísimas: «Madre mía, impresionante lo bajito que acabas caer con tal de llamar la atención», «Deberías estar agradecida de que un hombre como el se fijara en ti. Mojigata y pendeja. Seguro en el momento hasta pedías más y ahora sí te haces del culo chiquito», «¡Qué ardida! Para la otra escoge mejor a tus amantes».

Esos mismos meses, en los tendederos de denuncias organizados en facultades de la UNAM —recordarán los tendederos de ropa, sustituidos ahora con pedazos de papel—, hubo uno que otro ingenioso: «Con suerte, las mujeres que abortan mueren en el proceso», «Si no saben ni barrer como van a saber estudiar».

Otro día me subí a un uber. En el camino el chofer me preguntó a dónde iba, por qué y a qué, le respondí que a la casa de un tipo que conocí en Tinder: «Las señoritas no deben ser las que paguen los ubers; usted debería darse a respetar. Luego por qué les pasan las cosas que vemos en la tele».

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Una vez dije que un joven escritor había violado a alguien. Lo dije esa vez y luego lo dije un montón de veces, todas las veces.

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Un machito cualquiera quiere superioridad de todo tipo: moral, intelectual, estética. Es superior a mí. Un machito es insoportable. Hablan siempre de forma condescendiente, miran a las mujeres como por el hombro mientras les explican qué es la menstruación o qué quiero decir en este texto. Están en redes sociales con el anonimato ahí a la mano, ahí a un lado; como quien agarra un lápiz para hacer una notita o un apunte.

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He visto a los hombres de mi propia familia servir más vino en la copa que sostiene mi hermano. A mí, tres años mayor que él, me repiten hasta el hartazgo que deje de tomar tanta cerveza, que me voy a emborrachar.

El entonces novio de mi mamá una vez le preguntó si no le preocupaba que yo me fuera a embarazar, por eso de que me andaba dejando salir de noche.

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En marchas, el grito es sinónimo de hartazgo, es una convención que adoptamos para reclamar. En alguna conversación, en algún lugar, una mujer quiere hablar, lo intenta y no la dejan, la interrumpen, la atropellan con otras palabras y entonces tiene que gritar.

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Un domingo fui a comer a Pujol. Un pop-up cualquiera, de un chef cualquiera. Me invitó un wey y a él le dije que sí porque también a veces una dice que sí. Nos sentaron en la banca del comedor, la que se comparte con otras cinco mesas. Pedimos vinito; el que fuera el patrocinador de esa comida. Nunca supe cuál. Sentado en la mesa de junto estaba el pinche macho joven escritor.

Cuando este macho estaba a punto de irse, quiso hablar conmigo. Él se levantó de su lugar y yo, que estaba sentada distraída, tuve que voltear la mirada hacia arriba para escuchar lo que me quiso decir: «Si tienes algún problema conmigo, con gusto podemos platicar tú y yo, háblame y agendamos». Me quedé callada minutos que parecieron meses en pandemia, y luego, lo único que salió de mi garganta fue yo siempre le voy a creer a las morras; pero me arrepiento, esa persona se merecía otras palabras: insultos, carcajadas en su cara; decirle: lo que me das es risa. Te dejo un recordatorio: sabemos lo que hiciste. Se fue después de que me diera un beso en el cachete, un beso que no le pedí y que no tardé ni medio segundo en limpiarme.

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La última frontera del macho es convertirse en feminicida.

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Ahora yo también sé lo que significa el no pronunciar las palabras que me devolverían la vida, Josefina. Como tú, las tengo ensayadas, desesperantemente ensayadas. En el momento en que me decidiera surgirían fluidas y rotundas. Inapelables. Son redondas, pulidas. La frase completa es como una joya. La tengo, es mía. La veo brillar en medio del silencio. Con sólo pronunciarla todo me sería devuelto. Pero allí permanece, al borde de mis labios, como al borde de un río crecido, imposible de cruzar.

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Tengo incrustado el nombre de Rubí desde que vi el documental «Las tres muertes de Marisela Escobedo». No conté las veces que lloré porque no fueron pocas. En cambio sí hice una anotación mental de las ganas que me dieron de rayar, romper, incendiar todo: no me he detenido. La justicia está de un lado que no es el nuestro.

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Los machitos tratando de hacer y decir cosas dan risa; también dan lástima y una tristeza enorme por quienes los padecen; me corrijo: por quienes los padecemos. Y luego los ve una con sus corajes atorados, los ve en la UNAM o en el súper o en la casa o en Pujol queriendo “platicar”; los ve trabados en sus cuerdas vocales. Se les escucha emitir el bello sonido del silencio, y entonces no dan risa ni lástima ni nada, como que se vuelven pequeñitos y dan ganas de aventarlos con un dedo. Hasta nunca, pendejo, ¿cómo te llamabas?

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