¿Qué es el progresismo?

Volumen Dieciséis

En pocas palabras, el progresismo es una corriente política que lucha por la conquista progresiva de derechos humanos y la construcción progresiva de una sociedad y un mundo más igualitario. La claridad, sin embargo, no está en las pocas palabras sino en las muchas que le siguen.

POR Francisco Aguilar
7 septiembre 2021
FOTOGRAFÍA POR: VOCANOVA

¿Qué es el progresismo?

En pocas palabras, el progresismo es una corriente política que lucha por la conquista progresiva de derechos humanos y la construcción progresiva de una sociedad y un mundo más igualitario, más sostenible, más inclusivo y más justo.

La claridad, sin embargo, no está en las pocas palabras sino en las muchas que le siguen: los detalles que le dan contexto a esa primera aproximación que dice tan poco que casi podría ser nada. Sobre todo cuando se trata de algo tan disputado como cualquier cosa que habita el reino de la política.

El progresismo es un socialismo, para ser precisos; por eso comparte lecturas, diagnósticos y prácticas con otras corrientes socialistas que le antecedieron. Esto es evidente en su análisis sistémico de los problemas sociales y su crítica de los sistemas de opresión que los engendran (el capitalismo, el colonialismo y el patriarcado, por mencionar algunos).

La Práctica

La política progresista como ejercicio se inscribe comúnmente en alguna de sus 6 principales líneas de acción, préstamos de socialismos predecesores: la ayuda mutua, la acción directa, el desarrollo de teoría, la divulgación de información, la organización sindical, la participación electoral y el litigio estratégico.

Las personas y grupos progresistas usualmente navegan distintas combinaciones de estas líneas y procuran (no siempre con éxito) tejer alianzas con otras para articular resistencias y avanzar conquistas políticas que no son posibles por una sola vía. Por ejemplo, los clásicos vasos comunicantes entre el desarrollo de teoría y la divulgación de información, o entre la participación electoral y el litigio estratégico, o entre la organización sindical, la ayuda mutua y la acción directa; actividades hermanadas desde la tradición anarquista o socialdemócrata, respectivamente.

Las alianzas que tejen los progresistas son concretas, para resistencias o conquistas específicas. No hay ni puede haber una unidad progresista, pues las líneas de acción tienen naturalezas distintas; muchas veces opuestas entre sí. No es raro ver, por ejemplo, que un grupo de acción directa entre en conflicto frontal con un gobierno progresista debido a una política pública y que tiempo después se sienten en la misma mesa para empujar una iniciativa de ley. Estas situaciones suelen verse acompañadas de reproches y llamados a la congruencia, pero yo no veo contradicción en sus partes.

La política progresista es agonista: está en constante oposición entre sí misma y cuenta con que estos conflictos ayuden a expandir los límites de la agenda común; cuenta con que la tensión y el disenso nutran las nociones de lo que es posible lograr y por cuáles avances es necesario luchar primero. En otras palabras, tiene una aproximación dialéctica al viejo dilema de la unidad de la izquierda. El progresismo no está organizado entre sí, convive.

Existe la Internacional Progresista precisamente porque es allí, en la solidaridad internacional a resistencias comunes de dimensiones globales donde más posibilidades hay de diálogo y organización: otra herencia socialista que viene desde la Primera Internacional. Su éxito, pienso, dependerá de qué tanto apueste a ser un canal de comunicación y un espacio de encuentro legítimo entre estas vías para sentar bases, encontrar pisos comunes y tejer las mayores alianzas posibles, y no a unificar a sus militantes bajo banderas universales que tarde o temprano habrán de deshebrarse por conflictos internos.

Si bien el progresismo es un socialismo, no es el único socialismo, la única izquierda ni la única postura subversiva en la actualidad. Hay corrientes anarquistas, comunistas, autonomistas y comunalistas, entre otras, muy activas y organizadas al día de hoy; muchas de ellas definitivamente no coinciden con el diagnóstico, las posturas, el objetivo o las rutas progresistas. Las vías de acción que mencioné anteriormente, por ejemplo, están naturalmente compuestas en buena medida por otros socialismos: hay colaboración entre ellos, pese a las claras diferencias y disensos.

El Estado

Por su carácter progresivo, el progresismo rechaza la vía revolucionaria que caracterizó a la mayoría de los socialismos del siglo XX: la revolución como un medio viable para resolver aquellos problemas sociales y combatir aquellos sistemas de opresión ya mencionados. Por el contrario, considera al Estado contemporáneo (nacional y burgués, hay que decirlo), así como su participación en él mediante elecciones democráticas, como medios válidos y efectivos para lograr sus objetivos.

Esta evidente contradicción está influenciada por al menos dos dilemas igualmente contradictorios. Por un lado está el problema (célebre en los argumentos de Slavoj Zizek) de que casi no existen alternativas concretas a la maraña de sistemas que habitamos en la actualidad, a pesar de los ánimos claramente revolucionarios de sus habitantes; al menos no a un nivel global, para poblaciones urbanas masivas. Por otro lado, la conciencia del cada vez más inminente colapso ambiental pone en duda la viabilidad siquiera de proyectos civilizatorios a largo plazo (al menos como los conocemos) y orienta la acción política a la solución urgente de problemas inmediatos.

En otras palabras, a diferencia del comunismo y el anarquismo en los siglos XIX y XX, el progresismo no pretende trascender el Estado. Sus miras son más modestas, por lo general enfocadas al corto y mediano plazo: se limita a empujar progresivamente los límites del Estado para proteger a cada vez más personas de los sistemas de opresión con sus instituciones. Se abstiene de plantear (ya no se diga luchar por) utopías a largo plazo en una mezcla franca de desilusión y desconcierto. Su prioridad es la reducción de daños.

A diferencia de la socialdemocracia, dedicada tradicionalmente a robustecer el Estado y extender el imperio de la ley sobre el territorio, el progresismo considera igualmente válidas las organizaciones comunitarias paralelas al Estado (como aquellas de las naciones indígenas y las comunidades autónomas, incluso urbanas) y las protestas populares transgresoras (como las tomas y okupas), incluso contra gobiernos progresistas. En vez de integrarlas al Estado y asimilarlas, lo hace responsable de proteger y garantizar su libre ejercicio en su exterior y en su contra. Apuesta por la plurinacionalidad del Estado y respeta incluso el rechazo total de este.

A diferencia del liberalismo, que prioriza el orden institucional y el imperio de la ley como medios para garantizar un Estado de derecho, el progresismo es pesimista sobre las capacidades del Estado contemporáneo de resolver los problemas sistémicos incluso si se lo propone. Ve en el derecho una herramienta para usar las instituciones oficiales en favor de grupos vulnerables (de allí sus sonadas luchas por derechos humanos), pero suele preocuparle más el carácter político de la aplicación que el simple diseño particular de las leyes: teme la letra muerta tanto como la ausencia de letra misma.

El Enemigo

El progresismo es una respuesta directa al proyecto neoliberal. Si este último apostaba por adelgazar el Estado (reducir el gasto público lo más posible, sea privatizando actividades productivas o recortando políticas sociales) y limitar su papel a garantizar la seguridad (mediante cuerpos policiacos y militares robustecidos) e impartir justicia (como mero árbitro de la propiedad privada), el progresismo apuesta por todo lo contrario: reubicar progresivamente el presupuesto de seguridad hacia políticas sociales preventivas (hasta abolir las cárceles, la policía y el ejército), proveer derechos humanos (levantar restricciones del Estado para el libre ejercicio de individuos y comunidades, como la migración, el aborto y la reasignación de género) y limitar las actividades de la industria privada (por ejemplo, sancionando la tala furtiva y el vertedero de desechos industriales o regulando a los gigantes de la tecnología).

En otras palabras, esos límites del Estado que busca empujar, busca empujarlos de forma pragmática para atender emergencias políticas, sociales, económicas y ambientales ad hoc hasta dejar el modelo actual estructuralmente irreconocible. No pretende la construcción de un socialismo ideal (no se anima siquiera a idearlo) sino el ejercicio de un socialismo práctico sin horizonte concreto.

El progresismo, por otro lado, insiste en participar dentro del Estado no solo para revertir las inercias del empuje neoliberal de los años 80 sino, también, porque reconoce como su principal enemigo el alza fascista alrededor del mundo. Porque el Estado existe hoy, y porque los fascistas buscan activamente su conquista mediante victorias electorales para revertir derechos, robustecer su fuerza bruta, exterminar grupos vulnerables y cancelar la transición pacífica del poder, la estrategia progresista es ocupar esos espacios (que son de suma-cero) para arrebatarles las plataformas y repeler su avance.

La Definición

El progresismo es, en otras pocas palabras, un socialismo sin esperanzas en el futuro, pero con un fuerte sentido de urgencia por el presente; un socialismo desilusionado y contradictorio, pero muy vivo.

Ahora, ¿es una identidad política? ¿Es una entidad? ¿Es una ideología? ¿Un movimiento? ¿Una postura? Quizás en momentos es todo eso y, por lo tanto, no es ninguno definitivamente.

El progresismo es una identidad cuando la suscriben personas para definirse ante problemas políticos concretos y plantear una aproximación, aunque no haya un consenso claro entre quienes así se nombran por lo que significa. Es una entidad cuando se distingue a ese grupo de otros, aunque entre ellos mismos no haya unidad ni estructura ni, a veces, comunicación siquiera.

El progresismo es una postura socialista ante las amenazas presentes y la posibilidad de confrontarlas con las herramientas que se tienen a la mano, no necesariamente ante otros socialismos. Si por partir de un diagnóstico específico y compartir una serie de actividades comunes el progresismo puede considerarse en sí una ideología distinta de otras, o si no es más que la postura de socialistas huérfanos de ideología, esa discusión está sin duda alimentada por la poca preocupación que han tenido los progresistas por definirse a sí mismos al saltar directamente a la acción.

Esa prioridad por ponerse manos a la obra sin perder mucho tiempo en elucubraciones dogmáticas y luchas por identidades (algo que la izquierda ha convertido en una competencia tan exigente que podría ser digna de deporte olímpico) puede hacer del progresismo también un movimiento político. El caso es que los movimientos por definición terminan, habitan el marco histórico que los engendra; algo que, me parece, espacios como la Internacional Progresista buscan trascender con organización.

La Caricatura

Es importante distinguir al progresismo de “los progres”: ese hombre de paja, sujeto imaginario que se tilda de absurdo, patético y risible con el propósito de disuadir a cualquiera de asociarse o asemejarse a él. También los llaman “los wokes”, y en otros sexenios se llamaron “chairos” en español y “SJW” en inglés. Yo no creo que existan.

Hay, siempre ha habido y siempre habrá grupos de principiantes políticos que erren más de lo que aciertan. Cuando un movimiento estalla y sus filas crecen de pronto es normal que los novatos sean bastantes. En las redes sociales como las que tenemos ahora, gobernadas por la economía de la atención, habrá una tendencia irremediable a preocuparnos más por los escándalos que estos causen (y nos sentiremos todos invitados a causar escándalos que nos permitan capitalizar atención).

Estas son realidades en las que existe cualquier tipo de acción política actual. Las caricaturas que hacen de ellas en el discurso político, por otro lado, sirven para descartar críticas y actividades en oposición al poder establecido. No es coincidencia que quienes gozan repartiendo la etiqueta son, por lo general, conservadores, fascistas y militantes del gobierno en turno (incluso cuando este es liberal o se denomina a sí mismo “de izquierda”). Otra similar que funciona en sentido opuesto, curiosamente, es la distorsión del término “liberal” para quienes simpatizan con el gobierno.

La utilidad de la caricatura del progre es muy sencilla: por un lado desestima a la oposición sin preocuparse por atender sus reclamos, por otro ocupa a los progresistas en deslindarse de la caricatura para probar la legitimidad y seriedad de su política. Al hacer esto, quien señala le muestra a terceros el peligro de hacer el ridículo al hacer política de oposición y quien combate el señalamiento corta lazos con sus principiantes y reduce sus propias filas.

La alternativa es también sencilla: no comprar la caricatura. Si no pretendemos que “los progres” son algo, que ese algo es indeseable y que es necesario deshierbarlos, los progresistas dejan de combatir fantasmas, la discusión deja de hacerle el caldo gordo a la autoridad y todos ganamos en claridad.

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