El Neoliberalismo: ese enfermo terminal que se niega a morir

Volumen Cero

De diez años atrás a la fecha, el mundo ha sufrido dramáticos cambios que no han pasado desapercibidos. Se ha agravado escandalosamente la crisis de representatividad en la que los ciudadanos perciben a la clase política como corrupta, ensimismada y muy alejada de los intereses colectivos. Además y como consecuencia, se palpa una repulsión global a todo lo que parezca establishment (que comprende a gobernantes y a las instituciones gubernamentales, a los grandes empresarios y sus corporativos trasnacionales y a los magnates de la comunicación y sus medios).

POR Alejandro F. Basave A.
28 marzo 2018

El Neoliberalismo: ese enfermo terminal que se niega a morir

De diez años a la fecha, el mundo ha sufrido dramáticos cambios que no han pasado desapercibidos. Se ha agravado escandalosamente la crisis de representatividad en la que los ciudadanos perciben a la clase política como corrupta, ensimismada y muy alejada de los intereses colectivos.Además y como consecuencia, se palpa una repulsión global a todo lo que parezca establishment (que comprende a gobernantes y a las instituciones gubernamentales, a los grandes empresarios y sus corporativos trasnacionales y a los magnates de la comunicación y sus medios).

Para ilustrar mejor lo anterior, basta con recordar a los indignados en España, al movimiento Occupy Wall Street, a la primavera árabe, al Brexit, a las recientes estocadas a la antes considerada perfecta Unión Europea, al No en Colombia, a la victoria de Donald Trump y recientemente, al gasolinazo como catalizador del encono social del pueblo mexicano.

¿Y qué decir de los sorpresivos personajes políticos que han florecido en esta década? Por mencionar algunos destaco a la ultra-derechista Marine Le Pen en Francia, al catedrático de izquierda Pablo Iglesias en España, al socialista Jeremy Corbyn junto al conservador patriotero Boris Johnson en Inglaterra y al socialdemócrata Bernie Sanders y al populista de derecha Donald Trump en Estados Unidos.

Todos los personajes arriba mencionados han ofrecido propuestas muy distintas entre sí pero todas con el común denominador de prometer cambios radicales al sistema. Sin importar que sus candidaturas se gestaran en países con diferentes formas de gobierno, localizaciones geográficas y poderío económico, tienen una cosa en común; triunfaron al usar de estandarte de campaña precisamente el hartazgo ciudadano con el orden establecido. Líderes anti-sistema, pues.

Existe un enojo global que quiere cambiar el statu quo. Pero, ¿cuál es el estado actual de las cosas? La respuesta rápida es el neoliberalismo que comparten todos los países arriba señalados.

El neoliberalismo es definido en la Real Academia como la teoría política y económica que tiende a reducir al mínimo la intervención del Estado. El término se acuño en 1938 de la mano de Hayek y Von Mises e implica una modalidad del capitalismo desbocado. Por ello, se le liga también al término “laissez faire” que viene del francés “dejar hacer”.

Algunas de las premisas del neoliberalismo son: (i) que la libertad individual debe prevalecer sobre la justicia social, (ii) que es necesaria la privatización de servicios públicos, (iv) que la desregulación de los mercados genera mayor riqueza, y (v) que la competencia entre personas debe ser la fuerza que guíe a la humanidad.

Sobre el último punto del párrafo anterior, algunos de los neoliberales más férreos justifican que la desigualdad es un efecto (desafortunado pero efecto al fin) de la supervivencia del más apto. Así, pontifican que el rico siempre es exitoso por su capacidad y esfuerzo mientras que el pobre siempre es miserable por su pereza y falta de talento.

Ahora bien, sería injusto no reconocer tendencias neoliberales como la afirmación que sostiene que donde no hay competencia hay incompetencia. Además, la globalización como producto del capitalismo -con todos sus defectos- ha ayudado a difuminar fronteras acercándonos como sociedad y ha hecho posible la compartición de tecnología entre naciones que como consecuencia ha engendrado revolucionarios proyectos de emprendimiento. Y qué decir de los avances tecnológicos como las TICs que han democratizado al conocimiento[1].

Sin embargo y con el andar de los años, el neoliberalismo fue extremándose y lejos de reinventarse, se radicalizó. Cada que fallaba, la solución siempre fue recetarle más cucharadas de laissez faire. Con ello, la codicia se transformó en voracidad y la competencia se convirtió en una lucha injusta con piso disparejo donde siempre gana el poderoso. Pero, ¿cómo llegamos a eso?

Durante mucho tiempo los países del primer mundo y los países socialistas compitieron entre sí y como es bien sabido, se impuso el capitalismo. La mancuerna Thatcher-Reagan aunada a la caída del muro de Berlín en 1989 y el declive del socialismo real, fueron los detonantes de la nueva era del indiscutido neoliberalismo. Al derrumbarse (afortunadamente) el socialismo totalitario, se perdió el contrapeso que había humanizado al capitalismo, y el neoliberalismo revirtió las cosas hacia su origen salvaje (pero ahora sin retador alguno).

Remontándonos al presente, es fácil observar el círculo vicioso que nos ha llevado a tan preocupante situación: (i) el neoliberalismo genera avaricia desbocada que a su vez, (ii) genera más desigualdad que concentra la riqueza en muy pocas manos y que, (iii) facilita la cooptación de la representación política y la corrupción que finalmente, (iv) genera una justa indignación social. Esa fórmula repetida ad nauseam nos trajo a donde nos encontramos hoy en día.

El mundo suplica un cambio pero el convaleciente neoliberalismo se niega a morir. Que no se me malinterprete, no planteo sobrerregular ni crear un estado omnipotente pero sí hacer a un lado las más despiadadas y nocivas características del neoliberalismo. Es imperativo conservar los beneficios de la propiedad privada y la competencia. Considero que una de las más importantes y tramposas victorias del capitalismo salvaje fue lograr que la mayoría de las personas le otorgue una connotación negativa a la intervención del Estado. ¿Por qué no tomar medidas para lograr una redistribución del ingreso que nos ayude a tener una sociedad menos desigual?

Yo sostengo que se puede encontrar un equilibrio entre la libertad individual y el bien común. Ahí está el ejemplo de la llamada Treintena Gloriosa (1945-1975) en la que países como los escandinavos Suecia, Noruega y Finlandia demostraron que la gente acepta gustosamente la regulación gubernamental cuando no ahoga y permite el libre mercado con un esquema fiscal progresivo para otorgar servicios públicos de alta calidad. Para ello, habrá que cuestionarnos qué valoramos más: ¿La posibilidad de enriquecernos inmensamente a costa del empobrecimiento de los demás o aspirar a vivir con libertad en una sociedad menos desigual? Después de todo y como decía Tony Judt; “¿cuánto estamos dispuestos a pagar por una buena sociedad?” [1] Como breve nota al pie, qué delicado ver brotar globalmente tendencias aparentemente nacionalistas como la de Trump (que detrás esconden populismo, cerrazón y xenofobia). Cada vez más gente empieza a creer en discursos demagogos como el del infame empresario, que buscan hacer creer a la gente que sus empleos están siendo robados por otros países.

 

*Publicado por primera vez el 18 de enero de 2017 por Alto Nivel; la presente edición se realiza y publica previa autorización del autor.

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