Bisonte Mantra
Desde el título, Bisonte Mantra presenta dos realidades y cosmovisiones religiosas que se propone integrar: por una parte, el totemismo norteamericano (representado por el bisonte, animal sagrado de algunos pueblos), y por la otra, el budismo (simbolizado por el mantra: palabras que, al pronunciarse o escribirse, tienen efectos espirituales y que constituyen un camino hacia la Iluminación). Libro religioso, pero en el sentido originario del término: religión es re-ligatio, re-ligar al humano con los dioses, con la naturaleza, con los demás hombres y mujeres, consigo mismo. Y este re-ligar se extiende, en Bisonte Mantra, a las cosmovisiones espirituales que tienen como punto de encuentro la palabra, que es, al fin y al cabo, el origen.
Más que religioso, habría que decir que el libro es místico y espiritual, pero sin aspiraciones trascendentes a un hipotético “más allá”, sino que es de una espiritualidad de lo inmanente, del “aquí y el ahora”. En ese sentido, la obra adopta una actitud preponderantemente oriental (en tanto que parte de la contemplación de la naturaleza y de la introspección) ante paisajes americanos predominantemente desérticos con presencia de montañas. El desierto es el espacio idóneo para desplegar la cosmovisión budista: se trata de un espacio vacío, pero de una vacuidad que se desborda en la tensión entre el todo y la nada.
Si bien la apreciación ―o cuando menos el reconocimiento― de las espiritualidades orientales y nativoamericanas es fundamental para la comprensión de la propuesta temática del libro, es importante destacar que ―en congruencia con el afán de re-ligar distintas tradiciones― también hay referentes occidentales que enriquecen la obra. Leonard Cohen, William Blake, Tomas Tranströmer, Ray Loriga, Paul Auster, Herman Melville, Milorad Pavić y Czeslaw Milosz, entre otros, participan en una comunión que alimenta la reflexión en torno a la escritura, la naturaleza y la vida misma.
Bisonte Mantra es un poema extenso, de largo aliento, pero fragmentario. Aunque cada fragmento es autónomo estéticamente, crece como conjunto. Es decir: puedo leer una sección, comentarla, disfrutarla incluso; pero al ponerla en relación con las demás, cobra un nuevo sentido: crece: el árbol se hace bosque; la piedra, montaña.
Tomo un fragmento para ejemplificar lo que digo. Comienzo por el principio: el “Intro”:
Hace dos veranos acampamos junto al agua.
Siete mil años de progreso quedaron reducidos
a ciertas invenciones:
el fuego, las sillas plegables, la luz conectada
a una batería automotriz.
Luego el canto:
ese rizoma de tradición occidental
que sobrevive en las canciones
que se entonan alrededor de la hoguera.
En el artificio de las luces apagándose una a una
nuestras personas se soldaron al campo abierto
como sombras que se integran a la noche.
Callé para escuchar:
la vida hablaba.
Había, sobre todo, una sensación de irrealidad: el mundo continúa
más allá de la parcela que a diario
aniquilamos.
Por encima y por debajo. A izquierda y derecha.
Al otro lado de la percepción
suceden estas cosas.
A una hora de camino y minutos sueltos de terracería
el mundo es antiguo y es ajeno y somos suyos.
Todo sucede, y yo
en medio, ojo de huracán,
vacío y en calma.
Esto es lo que es: la materia que soy y al liberarse se fragmenta.
Las luciérnagas fueron nuestra mitología, guardias a la orilla de la noche.
La música, el perpetuo ensamble de las cigarras, la voz sitiadora del coyote.
La geometría encarnó en esas auras: círculos y puertas abriéndose en el cielo
que conectan lo improbable y su dibujo.
La certeza de que un corazón, un latido de gigante, raíz y mente subterránea, continuará golpeando su membrana sin nosotros.
Al otro día
levantamos el campamento.
La paz era con nosotros.
Alcanzar la promesa
y dejarla ir
es entendernos pasajeros.
Escuchamos, larga carretera de regreso,
un rumor, la despedida:
ese arcaico tambor que suena —para ti, para mí
para el futuro— a ras de viento.
Escojo este fragmento porque es el que marca la pauta del libro: los temas, el imaginario, el ritmo: todo está allí. El poema inicia con una evocación narrativa (un campamento: sillas plegables alrededor de una fogata, luz conectada a una batería automotriz) en la que se anuncia un canto, pero un canto hacia adentro (por eso dice el yo lírico “callé para escuchar”). El mundo está alrededor; al centro, el individuo: el ojo de huracán, vacío y en calma: vacío que además se libera y se fragmenta en todo lo que está en torno: la luz de las luciérnagas, la música de las cigarras, el aullido del coyote. El yo lírico anuncia que a la mañana siguiente el campamento departe, pero el desierto lo ha impregnado. A lo largo del libro, seremos partícipes de esa interiorización del paisaje, que crece y se extiende rizomáticamente.
Técnicamente, el libro es un anfibio: se trata de un poema, pero también es, en momentos, un ensayo y una narración (tenue, acaso sugerida) que sirve como hilo conductor del poema. La escritura, como el desierto que retrata, es a la vez rica y sobria; el ritmo es parsimonioso, pero constante; la versificación, aunque irregular en ocasiones (incluso llega a convertirse en prosa), fluye como río y desemboca finalmente al interior. Y digo interior porque mucho del libro es intimista sin ser confesional: la contemplación de parajes naturales en realidad es contemplación del paisaje interior: el tema del libro es el desierto, pero no sólo el desierto geográfico sino el desierto que llevamos dentro.
*Puedes adquirir y encontrar la ficha técnica de Bisonte Mantra dando clic en este enlace.
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