El buen escritor

Volumen Cero

Un escritor ejemplifica el poder que tiene sobre sus lectores. Con ironía y cinismo; o con bastante cruda realidad, Quidec Pacheco se adentra a la psique del escritor y su influencia sobre los lectores.

POR Quidec Pacheco
19 octubre 2018

El buen escritor

El Buen Escritor basta en todo, para todos. Piénsalo. Crea algo de la nada, es un Dios limitado por la mediocridad de sus alrededores.

Va un ejemplo:

Me acerco al puesto de tacos, los únicos de tripita en esta colonia. Una mujer que supongo ignorante porque puedo, golpeada por el tiempo y tal vez por su marido. Se lo merece. Quien se dedica a preparar comida y servir, está entre el excremento de la sociedad. ¿Hacer de tu trabajo recibir órdenes? Todos estos seres primitivos, dispensables. Me repite la orden con su mano delgada temblando, manchada por el tiempo, acomodando sus lentes para leer lo que dice su lista olorosa, grasienta. «No, eso no te pedí. Anótale bien, te lo repito». Una vez más, mis palabras son muy rápidas para su párkinson (claro, soy Escritor). De nuevo está mal, y se lo hago saber: le arrojo el refresco a la cara. Tal vez un recipiente de vidrio le hubiera sumado algo de dignidad. Sus cabellos blancos gotean.

Asustada, regresa al carrito. Me levanto de la silla de aluminio y persigo a la mujer-rata. Me encanta el sparring con sus mentecitas de roedor: si no pueden defenderse con palabras no merecen el respeto del Escritor. La interrumpo cuando repite la orden a su hija cocinera, para decirla como debe de ser. No entienden por qué estoy ahí ¿dejar ir la posible evidencia de que le escupen a mi comida? No nací ayer. Por Dios, soy muy listo. Soy un Escritor.

Activo la cámara de mi celular para grabar la cocción de mis tacos y ambas se ponen visiblemente nerviosas. Algunos comensales deciden irse, disgustados por la escena: cobardes. Probablemente oficinistas, secretarias, telemarketers: Extras. Ciudadanos de baja categoría en la ciudad del Escritor. Dentro del carro-cocina un niño que me mira con ojos asustados. Claro, mamá soltera: la encarnación del accidente y la perpetuación del fracaso. Por mí podrían morirse todos y canibalizarse. Bien merecido tendría el chico comerse los intestinos de su mamá por nacer podrido.

Una mano en mi hombro. Es un chico de pelo húmedo y relamido, cuello abierto, cadenas pesadas y brillantes: un mirrey. Orangután opulento y fruto del culto al dinero. Basura citadina. Tuerzo su mano con fuerza, lo tengo a mi merced mientras grabo la escena. Seguramente venía a detener mi “abuso”. Ignorante. Existir es un abuso cuando eres un engrane, un servidor del sistema. Le quiebro un dedo: incapacitado. ¿Héroes en México? El Escritor ya se sabe todos los tropos.

Impresivo: desde el suelo sigue dirigiéndome la palabra. «Óyeme, ¿qué tienes? ¡Esto, ósea, esto es un delito!» Le tumbo los dientes de tres patadas y regresa a un silencio millonario. Ninguna de sus tarjetas de crédito le pueden recomprar su honor. Le pregunto a la zorra si ya terminó mis tacos. Su mamá atiende las heridas del rico, que en segundos escapa a su deportivo y las abandona. La vieja anonadada. Como si la ciudad nunca la hubiera penetrado por el ano.

Los tacos listos. Los tomo y me retiro. Me grita de lejos la hija «Te falta pagar, güey». Tan vulgar. Sigo grabando. “Yo sí merezco comer”. Me alejo en calma, terminé mi catequesis.

A unos metros adelante, un vagabundo, viejo y flaco, hambriento como los parásitos, sin llenadera. Me mira fijo. Lo miro con el halo del Escritor emanando de mi sien. «No sólo de pan vive el hombre», le digo, y me siento a comer los tacos frente a él. El hombre estira su brazo un poco. Yo como más rápido. Una lágrima rueda por su cara.

«¿Escritor? ¿Eres tú?». Una voz familiar. «Soy papá. Tu papá ¿Te acuerdas?»

Sonrío suave. Ya me sé todos los giros de la trama. Tomo un taco de tripita en mi mano y se lo embarro en la cara a mi padre, que reconozco con facilidad. Él llora, humillado, sin defenderse. Le pateo la cara en un rapto divino y atravieso su ojo ¿Crees que vine hasta acá por los tacos? ¿Pensaste que todos ellos eran el ejemplo del que hablé? Por supuesto que lo pensaste. Tienes que creerlo. Durante estas palabras soy tu Dios, todopoderoso. ¿Hubieras preferido que te contara un aceite hirviendo arrojado en mi cara de manos del niño? ¿Habrías leído también hasta aquí si el mundo fuera ecuánime y yo hubiera recibido mi merecido unos párrafos atrás? Esta historia, este poder, es mi justo merecido. Entiéndelo, soy el Escritor, y tú un simple lector. Piensas que estoy atado a una tarea, a cumplir objetivos, ejercicios, “búsquedas interiores” y otras idioteces mántricas. O tal vez a expulsar símbolos y frases crípticas donde te puedas encontrar, pero aquí no hay espacio para ti. Qué débil. Como si Dios pudiera ser limitado por la mediocridad de sus alrededores.

Yo he vencido mi alma, doblegado mi espíritu ante la voluntad todopoderosa de mi pluma. Logro lo que me pides, y logro lo que no me pides: me son intrascendentes tus peticiones. Me son indiferentes tus reflexiones, insistentes en proteger este mundo y chupar la médula en una realidad que no tiene nada para dar. Permanecer existiendo, darle un sentido a ser: eres infantil. El Buen Escritor crea mundos nuevos. Perfectos. Completos. Y te sumerge. Las palabras son peones en la conquista de la credibilidad, son las dagas que te llagan la imaginación, y ¿qué será del Escritor que logra despertar la rabia? Ese que usa las palabras sin escrúpulos para hacer la mentira real, y el odio irreversible. Una apoteosis autocontenida, incomprensible e incomunicable. Eso marca el fin definitivo y obligatorio del Buen Escritor.

 

 

 

 

¿Ya se fue?

 

Qué miedo.

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