Leer

Volumen Cero

"¿Recuerdan el momento en que les picó el bicho de la lectura?" Con esta pregunta inicia Isabel su reflexión en torno a la lectura. Es una experiencia única, transformadora; que varias personas quieren reducir a ciertos modos y formas. La lectura: para algunos, una cualidad detectivesca que relacionan con la voracidad, de tal modo que los libros son bocadillos; para Isabel, un enamoramiento que varia en intensidad y grados.

POR Isabel Díaz Alanís
3 agosto 2018

Leer

¿Recuerdan el momento en que les picó el bicho de la lectura? Escuché esa pregunta hace ya varios años, cuando estudiaba letras en la Universidad Iberoamericana. La hizo el profesor de la materia Trabajo Editorial, enfocada en el aprendizaje de técnicas de edición y en la lectura crítica. Esta última es una cualidad detectivesca que algunos relacionan con la voracidad, de tal modo que los libros son bocadillos que se meten de una a la boca del lector que los guarda, administra y cataloga en la punta de la lengua. El profesor daba por sentado que nosotros, alumnos de literatura, habíamos pasado por una experiencia catártica, que la recomendación de un libro nos había cambiado la vida y convertido en devoradores ávidos de textos, como si la única forma del hambre fuera sentirse famélico.

Es común esta perspectiva entre escritores y académicos. En los primeros funciona además como historia de origen; la araña radioactiva que inyecta al incauto de súper poderes. Sergio Pitol habló de su encuentro con la lectura en su discurso de aceptación al Premio Cervantes como un evento transformativo. Era un niño enfermizo que encontró en Julio Verne, Robert Stevenson y Charles Dickens un cauce para verter su imaginación y superar las limitaciones del cuerpo. Por otro lado, en el caso de los académicos, la lectura es una vía para la recolección del conocimiento. El volumen de esta empresa es inabarcable pero aún así transitan por esta autopista a manos llenas, saturando sus libretas de anotaciones diligentes. ¿Me identificaba con estos modos de lectura? Se supone que la epifanía lectora sucede en la infancia o en la adolescencia. Se le describe como un despertar, una alarma estricta que no regala ni dos ni cinco minutos extra. Cuando mi profesor hizo la pregunta, mis compañeros de clase enlistaban libros sin empacho mientras que yo con trabajo nombré tres. Los de Harry Potter (que son siete pero como es un universo los cuento como uno), Una sarta de mentiras de Geraldine McCaughrean y Harriet la espía de Louise Fitzhugh. Primero fue Harriet, sobre una niña que escribe lo que ve en el mundo en un diario secreto que al hacerse público le trae problemas. Creo que lo compré en una librería infantil en Houston, a donde me mandaron mis papás para pasar tres días con una familia americana. El propósito era que, Emily, la hija mayor, una niña blanquísima de diez años, y yo, de nueve, nos hiciéramos amigas. Emily me llevó sin saberlo a Harriet, una niña más valiente de lo que yo nunca fui; si algo recuerdo de ese par de noches texanas son las llamadas telefónicas desconsoladas a Monterrey, implorando regresar. Harriet tenía opiniones fuertes y una vida interior en la que me vi reflejada. Pasé años sin pensar en ella, hasta que comencé a escribir no-ficción, sólo entonces Harriet se sacudió el polvo del inconsciente. Curiosamente, hay libros cuya marca solo es visible con los años.

Sobre cómo llegué a Una sarta de mentiras, me debato entre dos posibilidades. O lo compré con mi limitado presupuesto para la feria del libro de la escuela, suficiente para dos libros, o menos, si me decidía por unas calcomanías u otro trique inútil, o fue mi premio de finalista en un concurso de cuento escolar; casi tengo el recuerdo de romper el envoltorio de papel de china. El libro tenía varios cuentos unidos por un relato general. Recuerdo especialmente uno de un jockey al que le advertían en su fortuna que moriría al año siguiente. Queriendo evitarlo, se dedica a eliminar las oportunidades de riesgo pero su diligencia rápidamente deriva en la obsesión. Cuando su gran reloj de péndulo da las campanadas del año nuevo, el hombre decide impedir que las manecillas avancen. Enfurecido y eufórico, provoca sin querer su muerte por aplastamiento cuando el mueble le cae encima. Leer el libro de McCaughrean fue un reto, era una historia complicada, fantástica, con partes que tenía que releer para entender qué había pasado. Pero cada que siento que el tiempo me gana, pienso en ese desafortunado jockey.

Harry Potter fue una experiencia intempestiva, leyendo páginas y páginas hasta la madrugada. El final de cada entrega me producía satisfacción y tristeza. Pensaba que el sabor de lo leído se había gastado. Felizmente, no fue así: lo comprobé al descubrir el placer de las segundas lecturas. En teoría, después de Harry Potter yo tendría que haberme convertido en una máquina de lectura, despachando libros a diestra y siniestra y acumulando un arsenal de saberes para diálogos futuros. Sin embargo, mi lectura continúa siendo lenta y no siempre consigo protegerme de las distracciones que me hacen perder el hilo. Tampoco me emociono con cualquier libro. Más de una vez he soltado un texto de un renombrado autor porque no logro conectar. Mi lectura está por debajo de las expectativas de mi profesor pero ahora sé que este paso sosegado y mi inhabilidad de leer lo que me pongan en frente no es necesariamente un defecto.

En la universidad, además de responder preguntas de profesores con saco de tweed, leí un texto de Cesare Pavese titulado, atinadamente, “Leer”. Estar ante un libro, decía, es estar ante una persona. Entendido así, leer implica la misma atención e incluso el mismo amor que se le tiene a quien con toda voluntad se quiere conocer. Algunos amores piden voracidad, pasión, curiosidad–otros paciencia, dedicación, tiempo. Los ritmos de lectura varían aunque la mente y los ojos estén dispuestos y pasa también que hay libros amados por mucha gente con los que no encuentras piso en común o un lenguaje donde te veas y te escuches. No todos nos enamoramos de la misma manera. A veces hay que recorrer líneas y líneas como senderos que se bifurcan para reconocer el amor que buscamos.

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