Los Trenes/Águila Azteca

Volumen Dos

Breve relato de Ernesto Dávila que quiebra el lente de la realidad y la ficción de la condición migrante.

POR Ernesto Dávila Herrera
4 marzo 2019

Los Trenes/Águila Azteca

Habían transcurrido muchos días, varios meses. Extrañaba a su patria como todos los que la llegan a amar, a pesar de que ella no les pueda ofrecer las posibilidades de sobrevivir; razón por la cual se encontraba como migrante indocumentado con los güeros. Para entonces el último de sus hijos estaba por cumplir dos años. La primera comunicación que tuvo con su mujer, luego de su partida, fue precisamente cuando el menor estaba dando los primeros gritos en la vida. Le dijo al encargado de la caseta telefónica:

—Ahí te los encargo, dile a mi vieja que le voy a mandar unos centavitos.

Precisamente eran los primeros dineros que le habían pagado. Ahora ya tenía lo suficiente como para comprarse un maquinó, al cabo con eso el frío que le apuraba; se hizo de garras y coloretes para su vieja y juguetes para los niños; desde vasos de plástico que conservó de su ida al pueblo, hasta las hamburguesas del payaso gigante. En su mente, un repaso rápido de su tierra y de las desgracias y alegrías en las recolecciones del algodón y del guarermelon. Empezó a empacar y entre las ropas llevaba notas de sus amigos para las familias de Puebla, en particular de Huachinango: pueblo natal de varios de ellos indocumentados.

Muchas recomendaciones: que si las maletas; que si en la aduana; que pusiera el dinero distribuido entre las cosas, que no lo dejara en el pantalón, menos en la “yompa”, y que el dinero no lo mantuviera a la vista.

Todo el campo de indocumentados hacía propia su salida; sentían que de alguna manera ellos estaban igualmente saliendo. El mandadero del patrón, que vio sus preparativos, en tono amigable le dijo:

—Mira mano, mañana voy hasta Devine a comprar unas refacciones. Es cierto que tú te quieres ir hoy mismo, pero… te puedo dar un raite hasta Laredo.

—¡Sale y vale! —dijo entusiasmado —si ya me he estado tanto tiempo, un día más en este lugar qué puede importar.

Los demás “braceros” al darse cuenta de que permanecería un día más, se organizaron esa noche para la fiesta de despedida. Cada uno fue aportando algo; gran sorpresa causó el oriundo de Huajuapan al presentarse con una botella de mezcal.

—¡Órale cuñao, que guardadita te la tenías!

—‘Pos ya ves; y si supieras las tentaciones que he tenido que vencer y lo que he sufrido para guardarla, para tenerla lejos de mi compa Artemio.

Las risas afloraron, interrumpidas por la presencia del mandadero.

Retomaron la conversación, que se tornó en un buen pleito entre los orígenes del mole. Los poblanos decían que no había dudas: había nacido en un convento en la ciudad de los ángeles.

—Ne; los tuyos se adueñan de todo, se creen dueños hasta de los chiles en nogada, cuando ni granadas tienen —molesto se defendió el de Oaxaca.

—No solo mole y chiles, también camote y cuando quieras te espero en casa— contestó el poblano.

Las risas y las burlas aumentaron, pues es bien sabido el lenguaje de los hombres mexicanos con dosis alburera, sobre todo cuando no se tienen argumentos.

—Di lo que quieras —respondió el agredido— pero para mole, mi mole negro. Y ese solo lo tenemos en Oaxaca y si no estás de acuerdo, le digo a mi compa que no te ofrezca más mezcal.

Ya no sólo eran risas, también se habían formado grupos en pro y en contra, con voces discordantes unos contra otros, solo acalladas con el regreso del mandadero. Al degustar los tacos, volvió la camaradería.

Al siguiente día se dio la salida; los trabajadores del campo en la lejanía agitaban un adiós, pretendiendo decir palabras ahogadas por los suspiros.

En el camino platicaron de las cosas del campo agrícola y de los paisanos que se quedaban; de los acontecimientos familiares y de México y el orgullo de ser mexicano.

Antes de Laredo se toparon con un Drive—in Café y a insistencia del que manejaba, se detuvieron a comer algo. A medias de lo que dispusieron para cenar, al mandadero del patrón se le ocurrió enseñarle unas fotos de su familia.

—‘Pérame un rato, mano, voy a la camioneta —le dijo —ahorita regreso.

El regreso no se dio. Arrancó la camioneta, llevándose todo, hasta los vasos de plástico que ilusionado les llevaba a sus hijos. Reaccionó cuando los meseros le llevaron la cuenta. Con lo que traía en uno de los bolsillos, logró pagar. Se preguntaba qué hacer.

Todo se le presentó nublado; no regresar pa’trás era lo mejor.

No faltó quien le sugiriera que tomara el Águila Azteca, el tren que corre de Laredo a Monterrey y «más pa’llá, pa’l sur».

En un apretado vagón de segunda —porque hasta allí llegan las clasificaciones— va de pie con la esperanza de que en algún momento ganará un lugar. Quienes alcanzaron asiento, estiran los músculos y pretenden dormir a pesar de la parpadeante y molesta luz que pretende iluminar el vagón. Esa luz les recuerda las jornadas bajo el sol quemante en aquellos campos. Los pensamientos lo conducen a la risa burlona que el mandadero del patrón, supuesto amigo, estaría provocándose.

No le quedaba nada. Si acaso el reloj de pulso. A cada correr del tren, sentía que con mayor insistencia, los pasajeros le acechaban el reloj como aves de rapiñas. Buitres, zopilotes, sentados en un tren sin esperanza. En cada mirada se encontraba con mandaderos de patrones. Tenía que tranquilizarse.

Busca un cigarrillo en sus gastadas bolsas. En su búsqueda, su mano topa con una navaja de muelle. Corresponde, ya con valor, las miradas que le sobrevuelan el reloj. Todavía la mano en el bolsillo. Entre el chillido del tren, salen chillidos más agudos. Dolor y gritos…

Un hombre solo en los caminos, que se siente perseguido por algo, que, a lo lejos, le dice que hizo mal. Un silbido anuncia el tren que se aleja. Las vías se pierden en el ramaje del camino.

Tras las rejas, no responde las interrogantes de su actuar. En los patios de la cárcel, anda solitario, con su mano derecha cubriendo lo único de valor que le quedó de su aventura: su reloj de pulso.

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