El verde oscuro es un color de Señor

Volumen once

Camila Cienfuegos, en torno a la memoria de su abuelo, reflexiona sobre el rol que las figuras tradicionales paternalistas pueden tener; y cómo estas influyen en la construcción de una identidad y de los recuerdos que nos forjan.

POR Camila Cienfuegos
2 noviembre 2020

El verde oscuro es un color de Señor

Pocas veces escuché a mi abuelo Benjamín decir mi nombre. Teniendo un nombre tan largo como el que él tenía digo, bueno, quizás era una economía del lenguaje en la que él pensaba al inventarme otros. Por ahí cuenta la leyenda que cuando supo que me iban a poner Camila le habló por teléfono a mi mamá para detenerla, pensando que era una idea de «el rojillo de su marido». Luego, cuando yo ya era una persona chiquita con voz pero sin voto, entré un día corriendo a la casa sin saludarlo. Él obviamente se molestó y le dijo a mis papás que me hablaran, que viniera a saludar. Según esto, yo volví y dije «¿para qué? ni siquiera se sabe mi nombre». Siempre me decía Cirila, Camelia, o cualquier otro parecido menos el mío.

Mi abuelo fue presidente municipal de un pueblo de Michoacán en las épocas de Lázaro Cárdenas. Esta es una pieza fundamental del relato, pero no tengo ganas de ahondar en ello. Si de algo me quedaron ganas fue de preguntarle de esto, pero también, ¿para qué?, si ya sabemos todos que soy muy bocazas y me iba a dar por querer rezongar. Esto hubiera sido fatal, así que mejor no.

Mi papá me pedía que me cubriera el brazo con los veintitantos tatuajes cada que lo veíamos porque mejor ahorrarnos esa conversación. Ahora lo entiendo. Y creo que es mejor también que yo nunca haya intentado preguntarle de política a mi abuelo, el eterno militante de El Partido.

La distancia física a la que estuve de los servicios fúnebres me parece una metáfora de la distancia emocional con la que siempre me sentí de él. Así como que la guerra está en otra parte. Como que siempre supe que se iba a morir y yo iba a decir, «uf, qué mal», y seguir con mi día. Fue un poco así pero no. Estuve todo el día como paralizada, como sin poder creerlo. Han pasado algunos meses, y a veces ya hasta se me olvida que se murió hace nada. Cuando el recuerdo me asalta digo, ah cabrón. Y ya. De vuelta a lo cotidiano.

Los recuerdos que tengo de mi abuelo son más fuertes a partir de la muerte de mi abuela hace más de 10 años, que encandilaba todo con su luz. Antes de eso yo misma lo relegué al segundo plano, y si me acuerdo de algo es de su vanidad. Me acuerdo de que, en su baño, que era todo de mármol pulido, tenía colgando una bata verde oscuro. Ese color siempre me pareció muy señorial. Pero de alguna forma me parecía entendible la elección, porque mi abuelo siempre se entendió a sí mismo como un Señor. En mi cabeza, la palabra Cacique resonaba más. Cuando pensé en todo esto yo no sabía bien qué significaba, nomás la había leído en un libro que se llamaba 20 leyendas americanas donde hablaban de Tupac Amaru. Y por alguna razón me recordaba a mi abuelo. La palabra, no Tupac Amaru. A mí me gustaba mucho ir a ese baño porque estaba al fondo de la casa, y cuando me lavaba las manos y me miraba al espejo veía la bata y pensaba en mi abuelo, el Señor Benjamín. En ese mismo baño me escondí muchos años después, ya casi adulta, cuando tuve miedo de un señor que me besó en contra de mi voluntad. Cuando salí del baño por fin, supe que mi abuelo lo había echado de la casa a raíz de ello.  Esta fue una de las dos veces que sentí algún símil de cariño entre nosotros.

La última vez que lo vi (¿hace un año?, ¿dos?) me recibió con una caja donde estaban todos los discos que alguna vez pertenecieron a mi abuela y a él, pero sobre todo, a mi abuela, siento. En alguna visita le mencioné de pasada que si tenía discos que ya no quería, me los diera. Además de dármelos, me dijo que había marcado con palomitas las canciones que le gustaban. Recuerdo pensar algo como «esta es la única herencia que me interesa y ya la obtuve».

Cuando regresé a Austin empecé a explorarla y descubrí que a mi abuela le gustaba mucho Julio Iglesias. (O sea, por lo menos creo que debe haber sido mi abuela la que compró esos discos.) Nunca le sentí ningún tipo de sensibilidad artística a mi abuelo, ni me molesté en indagar. Hay muchos discos de rancheras; el órgano melódico de Juan Torres; compilaciones de música clásica, etcétera. Sí me parece que así sonaba esa casa a la que realmente jamás le oí música.

Llegué tarde, cuando su esplendor ya estaba decayendo. Me tocaron pocas cosas de ella, como la luz amarilla de la segunda planta, el salón de juegos cuando todavía tenía alfombra, mesa de póker y tapices que simulaban bosques; botellas de licor por todos lados y colchas de poliéster de colores brillantes. Con la muerte de mi abuela se fue todo menos la luz amarilla. Esa ahí sigue, mi hermana me mandó una foto.

La primera cosa que pensé cuando mi hermana me notificó del fallecimiento de mi abuelo fue si alguna vez volveré a estar en esa casa. Quizás no. Nunca tuve el tiempo ni la disposición suficientes para sentarme e inventariar sus historias. Le intuyo muchos secretos, tantos que paulatinamente el aire ahí dentro se hizo pesado, denso como aceite. Mucho dolor, también. Las últimas veces que estuve ahí me parecía todo como un monumento a la decrepitud. «Qué miedo morirme sola», me dije varias veces a mí misma. Tanta cosa, tanto cristal cortado y madera barnizada para morirte en medio de una pandemia de una manera intrascendente. No.

Con la edad he logrado entender a mi abuelo como una presa de un sufrimiento para el que no tengo un lenguaje claro. Y sí, que el patriarcado, que el machismo, que esto y lo otro. Sí. Todo eso lo hizo víctima y victimario. No sé si amaba algo. O a alguien. Lo envolvía un halo de sequedad y polvo que lo dibujaban como una tierra marchita, donde nada creció. Pero más allá de eso sé que tiene que haber sufrido mucho, mucho. No hay de otra. Solo alguien que carga un tremendo dolor a cuestas se convierte en verdugo, como si con ello pudiera compartir un poco de su carga.

Mi abuelo y mi abuela están juntos en mi altar de muertos este año. La foto que tengo de mi abuela es de ella muy joven, en 1955, en el mar. En la foto está saltando, con los brazos al aire. La foto está claramente tomada desde la orilla, lo que hace que se aprecie la vastedad del océano y ella dentro de él. No le alcanzo a ver la cara, pero la siento feliz. De mi abuelo no tengo ninguna fotografía. Me voy a acordar de él toda la vida a través de las cosas que no sé de él ni sabré nunca. Siempre me daba billetes nuevos cuando me daba mi domingo, entonces puse en el altar un billete que no es nuevo, porque mis excentricidades son otras que no tienen que ver con bancos necesariamente. Y ahí están, mi abuela en el agua, y un billete de 50 pesos. Total, una transacción y un fragmento de memoria que se desvanecen son casi lo mismo.

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