Zaagmannetje: el pequeño hombre serrador

Volumen Cero

El misterio de una estatua de cincuenta centímetros y lo que simboliza.

POR Félix Lazcano Mayrl
15 julio 2018

Zaagmannetje: el pequeño hombre serrador

La gente camina entre el área arbolada de Leidsebosje, Ámsterdam. Son las 12:10 a.m. Las calles tranquilas. El viento no airea. Pasan y pasan las gentes. No se dan cuenta que un pequeño hombre trabaja entre los árboles. Frente al American Hotel, en un parque cualquiera, entre las ramas de un árbol, se esconde Zaagmannetje: un pequeño hombre serrador.

Vestido con overoles industriales y botas de punta de acero, encarna el uniforme industrial. Ya no es un hombre, sino un utensilio. Porta una boina que, si no fuera de bronce sería ya de un verde grisáceo. Así, Zaagmannetje, el hombrecillo, toma con ambas manos su serrucho con el que trabaja para cortar la rama en la que se postra. Seis veces su tamaño, y Zaagmannetje aún se aferra en talar a la rama.

El bronce de Zaagmannetje –de aproximadamente cincuenta centímetros– apareció el 30 de enero de 1989; un día antes del cumpleaños de la reina Beatriz: monarca de Holanda de por aquellos entonces. ¿Quién creó a ese hombrecillo? ¿Y por qué colocarlo ahí?

Con ese pesado aire de misterio, la estatua trabaja sin cumplir su meta. No termina de serrar la madera. Unos cuantos holandeses aseguran que la creadora fue la propia reina Beatriz: conocida por ser una gran escultora.

El crecimiento perpetuo del árbol comienza a devorar los pies de Zaagmannetje: árbol, hombre y bronce se funden en la rama. Soplan los vientos; caen las noches; y el esfuerzo de aquél hombrecillo persiste. ¿Conoce su destino? Porque si algún día el serrador llegare a cumplir su objetivo de cortar la madera y la rama, seguro caería al abismo.

Muchos trabajamos arduamente toda nuestra vida para cumplir nuestras metas sin preguntarnos de qué manera nuestro trabajo nos afecta a nosotros, a nuestro entorno, y a la gente que rodea nuestro trabajo. ¿No dejamos a veces -como Zaagmannetje- que nuestro entorno nos convierta en estatua; en utensilio perpetuo? Fuimos educados a ser testarudamente trabajadores para poder ganarnos una vida digna de vivir. ¿Esta inocencia dicta nuestro destino común? ¿Será que la mayoría de las personas no tiene la oportunidad de escoger a qué se dedica ni para qué? Hemos reducido el trabajo a una necesidad y no a una búsqueda de trascendencia; el objetivo lo hemos perdido como Zaagmannetje se pierde entre los árboles. Esa inocencia, de trabajar sin realmente entender de qué manera nuestro trabajo cambiará el mundo, nos rige como especie.

Lo más importante de todo: el trabajo de cada persona, por más insignificante que parezca, cambiará el mundo. O al menos un mundo. Y eso ya es mucho. A veces parece que lo olvidamos.

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