Ciudad Negligencia

Volumen Siete

El pasado 30 de septiembre de 2019, el Penal del Topo Chico por fin cerró sus puertas. 76 años de horror, crimen, rebeliones, y autogobierno, quedaron encerrados para siempre. En noviembre de ese mismo año, VOCANOVA tuvo acceso exclusivo a su interior. Esta crónica de Javier Talamás recoge testimonios y, a partir de ahí, reconstruye lo que los reclusorios vivieron ahí adentro.

POR Javier Talamás Weigend
2 marzo 2020

Ciudad Negligencia

1.

Fueron las palomas. Nos recibieron detrás del pesado portón del Penal del Topo Chico, que se abría con ese paso lento que los puentes de los castillos de antaño tenían. Era la nueva tribu que gobernaba la cárcel. La líder era una paloma obesa; lo supe por su modo de andar: sin titubeos, segura de sí misma, con las alas alzadas diciendo órale, perro, ¿qué me ves?, ese lenguaje de calle que se pega en la punta de la lengua y nunca se zafa. Fueron las palomas, con su andar revoloteado, sus pasos torpes, sus cuellos chuecos, con su mirada tuerta y su pecho inflado, quienes me advirtieron que estábamos en un lugar desierto de esperanza y de cualquier ínfimo sentimiento de bondad. Olor a muerte, si acaso se puede oler. No tanto humana, pero sí de esa bonitud, esa bondad que puede persistir en nosotros incluso en los peores tiempos de guerra, en los cementerios. La misma sensación: el Penal del Topo Chico.

2.

Testigos del aire. Vuelan. Sus plumas quedan atrás, señal de la rápida huida que emprendieron a la estructura de hierro que circunda por un lado y a lo alto, la entrada al vestíbulo del Penal. El sol invernal, ese que es más chillón, brilla sin nubes. Porque sí: hasta las nubes han abandonado ese lugar de mierda, pienso. En las pequeñas escaleras, justo al pie de la entrada, nos congregamos.

Somos un grupo de no más de diez personas, que por hoy seremos lo único vivo, aparte de las palomas, que recorran el fallido penal del estado de Nuevo León; seremos esos últimos destellos de vida. Somos ojos, más que otra cosa; más que carne y huesos y piernas y manos. Yuli trae su cámara: debo contar entonces 21 ojos.

Un alto funcionario del penal nos recibe (a quien para proteger su anonimato llamaremos Roberto Kampa). Estamos en el vestíbulo. Todavía no entramos, pero las manos de la cárcel—largas y escurridizas— nos abrazan. A un lado, nos dice Roberto, teníamos metidos a unas treinta o cuarenta PPLs —personas privadas de la libertad—. Bonita manera de maquillar el horror.

Es el Polivalente.

3.

Brian Jesús Toledano Sarmiento duerme. O lo más cercano a ese verbo. Sabe que no está del todo despierto, pero no puede llamarle dormir a estar de pie y amarrado para poder descansar. Será un espacio de cinco metros cuadrados por cinco metros cuadrados, donde comparte la improvisada celda con otros 25 PPLs. Tirados en el suelo algunos, los suertudos. Los que no corren tanta suerte como yo, se chingan, piensa Brian. Ellos tampoco duermen, solo hacen lo más cercano a ese verbo, pero al menos no están de pie y amarrados. Llamarle a sus noches monótonas sería hacerle injusticia indebida, sería dotarlas de vivencia, cuando las pasa petrificado. Suficientes injusticias tuvo en su vida, ¿no estoy aquí encerrado por pendejo?, piensa Brian, pero no lo sabe, lo duda. Lo sospecha. Algo con el juez. El olor a orines siempre le interrumpe la conciencia. “Tienes derechos humanos”, recuerda que le dijo su abogado de oficio: un enclenque e inútil pedazo de huesos, como lo llamaba él frente a la banda del Topo Chico. Qué farsa. Lo único que tiene de humano es la voz, y de derecho su cuerpo, por estar amarrado para siquiera intentar dormir. O lo que más se le parezca a ese verbo. “No hay cupo”, se acuerda también de las palabras que el guardia, con una sonrisa macabra le dijo cuando lo transportaba al salón Polivalente. “Serán unos días”. Pero los días deben ser distintos en Topo Chico, porque ha envejecido canas, panza, y su hijo se ha graduado de la preparatoria técnica. A veces desea no despertar. Pero no lo logra. Porque no logra dormir. Solo lo más cercano a ese verbo.1

4.

Pasamos el vestíbulo, el polivalente, y llegamos al patio delantero. Una cárcel solemos pensarla, imaginarla, con esa sensación hollywoodesca: rejas y rejas y celdas y celdas y orden y control y guardias y áreas recreativas. Topo Chico es otro sustantivo. ¿Prisión? Ja. ¿Calabozo? Cercano, pero no. ¿Pocilga? No del todo. ¿Mazmorra? Tampoco, muy forzado. ¿Pueblo? Pero tiene más vida. ¿Ciudad, entonces? Sí: Topo Chico se comporta como una metrópoli.

5.

Desde la celda; no, desde el cuarto del Charal el sol se filtra como si fuera destilándose a través de la ventana. Rebota en los limpios y blanquísimos azulejos del piso. Es ese sol que hace a La Chalupa y al Loko —con K— cubrirse los ojos con su mano: la colocan emulando una visera. Quieren ver los monitores, pero saben que a esas horas siempre el reflejo lo impide. Las múltiples cámaras de seguridad colocadas en Ciudad Topo Chico alimentan los monitores que antaño se usaban para vigilancia, pero desde que el Charal es alcalde —electo a punta de vergazos y de terror—, la infraestructura cibernética se utiliza para espiar, para controlar. Desde ahí vigilan cada movimiento de los guardias. Desde ahí orquestan secuestros, motines, extorsiones. Desde ahí mueven la droga. Desde ahí habrían visto a un grupo de no más de 10 personas y 21 ojos quedar perplejos ante la ciudad desierta que se abría ante ellos, un año después de su exilio a Ciudad Apodaca.

6.

Como un tapete que se abre después de varios años de estar enrollado, y levanta polvo; polvo que se suspende ligero en el aire, y a los pies queda extendido sobre el piso, igual se nos abrió el Topo Chico cuando entramos al Patrio Delantero. 21 ojos perplejos. A Yuli se le nota la emoción. Parece salivar. Emoción de fotógrafa, digo. Por lo blanca, sus venas se le notan aceleradas. A mí la pluma se me resbala. Estoy sudando las manos. Hay que cuidarse las espaldas en las cárceles, incluso si esta ha sido abandonada; especialmente si ha sido abandonada, más bien.

Aquí había una especie de autogobierno, nos dice Roberto, y las cámaras que ven colocadas servían para vigilarnos. Es lógico, pienso yo, el gobierno todo lo quiere ver, saber. ¿Por qué un grupo de reos liderado por el peor grupo criminal del país no habría de emularlos? Hay comercios, bares, puestitos de tacos, de jochos, mariscos, clamateria, bares, tattoo shop: es el centro histórico de Ciudad Topo Chico. Ahí donde hubo lo que los historiadores topochicanos apodaron como el Motín del Dieciséis: 49 muertos, héroes inpatrios de su querida ciudad, de su nación. Ningún otro motín en la historia del país había cobrado tantas vidas.

***

Nota del autor:

No sé si podemos hablar de esta crónica como un ejercicio periodístico. Al escribirla, mi intención no era tanto comunicar como sí lo era mostrar. Tal vez ni mostrar, porque eso habla siempre de una imagen; algo concreto, fijo. Queda llana la palabra. Lo acertado sería dar dirección; aprehender ese sentimiento de realidad que se nos esfuma cuando nos sentimos ajenos a nosotros. Eso quise: mostrar cómo nuestra realidad es subjetiva, y no otra cosa.

Tampoco sé si pueda hablarse de algún ejercicio literario. Sí, a momentos, la crónica está dotada de ficción, ¿pero qué artificio humano no lo está? Coincido con Fernanda Melchor en ese sentido. Esta crónica entonces es un híbrido entre ambos géneros, pero me rehúso a llamarle de una u otra manera. Es realidad dotada de ficción; es ficción dotada de realidad: es lo que sucede detrás de todas las paredes que tapamos y no queremos ver. Un lugar donde guardamos los crímenes, pero que es al tiempo, guardarnos de nuestra negligencia.

Quisiera transmitir esta sensibilidad al lector. También quise transmitir el sentimiento lento, doloroso y pausado que sentimos al visitar el Penal; al recorrer sus gélidos pasillos. Por ello he decidido publicar por partes esta crónica. Que cada lector sea un acompañante, un reconstructor de realidad.

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