Hoy no me puedo levantar

Volumen Nueve

La cadena alemana Deutsche Welle (DW) publicó una nota el pasado 28 de mayo que reporta una cifra aproximada de las muertes violentas en México; muertes que han sucedido desde el inicio de la guerra contra el narcotráfico. Para Dina Tunesi, estamos pasando por una situación similar gracias al COVID-19: la diferencia es que esta vez no hay un villano como el de las películas al cual podamos detener y terminar con el asunto.

POR Dina B. Tunesi
13 julio 2020

Hoy no me puedo levantar

(Ojo: no se lee con voz de Ana Torroja)

Caminar en las mañanas por el estacionamiento y después atravesar corriendo el campus para llegar a tiempo a clase suena a un escenario muy lejano. Hoy, 12 de julio del 2020 que termino esta entrada, se cumplen ciento veinticinco de mi encierro total. Me parece una locura después de contar los días, pero la verdad es que no es nada nuevo para nuestra generación: adultos jóvenes como yo crecimos con la guerra del narcotráfico que se desató en el 2006 aproximadamente. No conocimos lo que fue jugar en la calle con la tranquilidad y certeza de que nuestras colonias son seguras. Ahora no nos alarma tanto recibir notificaciones diarias de notas periodísticas que reportan tal o cual cifra de decesos por el Covid-19. Los encabezados son similares a los del 2006: “Suman 120 los cuerpos hallados en Tamaulipas ”.

La cadena alemana Deutsche Welle (DW) publicó una nota el pasado 28 de mayo que reporta una cifra aproximada de las muertes violentas en México; muertes que han sucedido desde el inicio de la guerra contra el narcotráfico. DW calcula que han muerto alrededor de un cuarto de millón de personas sin contemplar a los desaparecidos (los cuales rondan entre los 32,000).

No pretendo generalizar y mucho menos llenar de palabras las bocas de los demás, pero la realidad es que no resulta tan complicado entender que estamos pasando por una situación similar; la diferencia es que esta vez no hay un villano como el de las películas al cual podamos detener y terminar con el asunto. Esta vez estamos frente a algo que no podemos ver y tampoco tocar.

Obligados a estar en confinamiento una vez más no resulta una responsabilidad (tan) difícil. La vida cambió drásticamente para el mundo en poco menos de un año. Todavía en noviembre reía con mis compañeros: «¿Supiste que la batisopa les llevó un virus nuevo a los chinos?»

En el corte del 11 de julio, la Secretaría de Salud de México reportó 34 730 defunciones por Covid-19 a nivel nacional. Cinco meses después de reír por las supuestas teorías del origen del coronavirus, me encuentro sentada en mi cama, a unos pasos de mi escritorio donde más tarde presentaré mi examen final y dejaré entrar a todo el salón a mi cuarto, haré una videoconferencia para hablar sobre literatura y si bien nos va tendremos doce desconocidos en el LIVE que van a conocer mi cuarto a donde toda mi vida con sus rutinas diarias se ha mudado.

En más de una ocasión me han dicho “ya casi regresamos a la realidad” y me pregunto, ¿de verdad esto no es la realidad? El hecho de que estemos tan desprotegidos frente a una amenaza invisible y seamos tan frágiles solo me hace pensar en lo real de la situación. La realidad es esta. Las pantallas y videoconferencias son la nueva forma de relacionarnos.

Instagram se ha vuelto una ventana, si no lo era ya, a la vida de las personas: la falta de las interacciones físicas y la convivencia nos han dejado en un abismo en el cual podría suceder que nadie se entere de lo que hemos desayunado o cuántos kilómetros hemos corrido porque nadie ha podido acompañarnos. Las stories están plagadas de fotografías de gente leyendo, viendo la televisión, probando nuevas dietas, de sus poemas favoritos y selfies del gran evento de la quincena: el día que nos arreglamos porque tenemos una videoconferencia importante. Estamos desesperados porque nos da la sensación de que estamos desapareciendo y si no publicamos de vez en cuando una foto nos agobia porque podemos ser olvidados; la gente podría no recordar cómo luce nuestro cabello o si el lunar prominente que tenemos junto a los labios está del lado derecho o izquierdo.

Ahora es mucho más importante que alguien nos dé un like en una fotografía, que reaccionen a nuestras stories y que participen en las encuestas o caja de preguntas que ponemos. Supongo que son el equivalente de un saludo cuando nos topamos al caminar en el campus durante el día o fuera de un bar por la noche.

Hoy más que nunca la gente habla de sus emociones debido al contacto tan cercano que hemos desarrollado en soledad obligada. He conocido partes nuevas de mis amigos en las fiestas virtuales que organizamos por Discord. El servidor se titula “La casa de Guardis” y tiene canales de video y voz para cada habitación de su casa real. Así todos nos sentamos en el comedor virtual a conversar, y cuando alguien termina de contar una historia triste y llora con un termo en la boca para ocultar la mueca, los audífonos puestos y de fondo las persianas de su cuarto que ocultan la noche, todos formamos corazones con las manos y nos abrazamos a nosotros mismos: “abrazo virtual, te quiero mucho.” Y entonces el cuarto de esa persona que llora está repleto de nosotros, pero también el mío y el del cuadro de la webcam a mi derecha, izquierda, abajo y arriba.

Hace poco un amigo nos ha dicho que no debiéramos mezclar nuestras áreas, es decir, respetar los espacios de sueño y de comida. Pero con tanto pesar y tanta tristeza, verme rodeada de tanta muerte pareciera ridículo detenerme a pensar si debiera comerme esos takis fuego en las escaleras de la despensa, en la terraza, o en el suelo de mi cuarto. Y aunque pareciera lo correcto, me parece que no hay espacio.

Exigirnos a hacer algo productivo en la cuarentena equivale a pedirle a Furiosa, de Mad Max, aprender un idioma durante ese Apocalipsis lleno de tanto desierto. El mundo se está regenerando, nosotros estamos cayendo, y las piedras que nos hunden en las sábanas de la cama nos impiden detener tanto caos. Ya bien lo dijo Ana Torroja: “hoy no me puedo levantar, el fin de semana me dejó fatal”, pero a diferencia de su fin de semana plagado de desvelos, alcohol y cigarros, nuestro fin de semana ha durado meses y no la estamos pasando precisamente bien. Hoy no me puedo levantar porque el silencio que va desde mi casa hasta la calle y se extiende por el mundo, me inunda las ropas que tengo puestas desde ayer.

La quietud nos ha prestado oídos a nuestro interior y estos meses nos han orillado a tomar decisiones drásticas porque evaluamos episodios de nuestra vida que antes eran silenciados por el constante barullo de la ciudad.

A ciento veinticinco días de aislamiento total entiendo que la cuarentena no es igual para todos: a algunos les parecen vacaciones eternas de videojuegos y series de televisión, para otros un rincón de silencio en el mundo que hacía falta para reconectar con lo que realmente importa y alejado de lo material, para otros una constante lucha de mantener sus negocios a flote, otros muchos expuestos al virus porque no pueden dejar de vender en la calle para poder subsistir.

El coronavirus, a pesar de ser una figura invisible y pasajera, ha llegado para quedarse en nuestras configuraciones sociales. ¿Seguiré involucrándome a través de la realidad virtual? ¿Podré volver a abrazar, a besar, a bailar en un lugar del centro de Monterrey?

La vida se ha reducido a la ventana de mi cuarto, a la vista desde la terraza y teclas de computadora. No estoy segura qué es lo que hay más allá del porche de la casa y la incertidumbre aterra.

***

Referencias:

N.p. México: “La militarización no está a la altura de una democracia hoy en día.” Deutsche Well. 28 de mayo de 2020. Web. 29 de mayo de 2020.

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