El Oxxo

Volumen Trece

No se es más real, más sincera, más honesta consigo misma que cuando se entra a un Oxxo. Mariana Ortiz ensaya sobre el sentimiento que provoca pararse y entrar a ese mundo guardado en una caja.

POR Mariana Ortiz Joachin
10 marzo 2021

El Oxxo

Si me paro enfrente de esta caja con rojo, con dos líneas de un amarillo parecido a la mostaza, con cuatro letras blancas luminosas, como el blanco de los espectaculares de los cines, me encuentro con un juego de palabras que nunca termina: un círculo y dos equis y un círculo y dos equis y un círculo. Es un laberinto que me dice que no hay salida. Veo una multiplicidad de colores dentro de la caja. Tres pasillos muestran empaques brillantes y al mismo tiempo distantes de mí, como si solo pudiera alcanzarlos entrando de lleno o dejándome llevar hacia otro universo, a otra dimensión, un tiempo y un espacio distintos.

Sé que si entro, si pongo un pie dentro de él, no voy a parar; el otro pie le seguirá adelante y sin reflexionar seguirá el camino que marcan las líneas estampadas sobre el suelo que recorre pasillo tras pasillo; así consecutivamente hasta verme reflejada en un cristal opaco que esconde líquidos en botellas de diferentes marcas y tamaños: Modelo, Stella, Heineken, Electrolit, Suerox, Vitaminwater; refrescos de todos los sabores, Arizona de té verde helado, distribuidos en alturas diversas. Frente a esas vitrinas voy a revivir el momento exacto que me trajo hasta aquí. Voy a recordar que en lugar de enfrentarme a la soledad de mi departamento vacío preferí salir a la calle llena de gente solitaria como yo, a esta precisa esquina, a pararme frente a esta caja: porque no se es más real, más sincera, más honesta consigo misma que cuando se entra a un Oxxo.

Estoy parada frente a este Oxxo pensando en las cosas que compraría. Pienso en el dinero que tengo en la cartera, en las tarjetas de crédito y débito, en cuándo cae la siguiente quincena, en la renta, en los servicios, en la cantidad de productos que me caben en ambas manos; pienso si es posible tomar uno de los dulces que se encuentran debajo de la caja; chicles Trident de yerbabuena y menta, Halls negras para ya saben qué, huevitos kínder con sorpresa como los que papá solía traerme cuando yo tenía ocho años y él llegaba de trabajar; Kínder bueno, Kínder delice, Skittles o Crack-ups, y meterlo a la bolsa de mi chamarra de mezclilla sin que se den cuenta, sin que me lo cobren y salir así, como si no hubiera hecho nada. Como si robar fuese mi vocación. Pienso, desde fuera, que ojalá las cajetillas de cigarros estuvieran en el lugar de los dulces para robarme dos de ellas: unos Marlboro mentolados para las noches en las que me emborracho, otros rojos para dejar en algún rincón de la oficina y cuando el estrés encuentre su límite, aunque eso que dicen sea una mentira, prender uno en el garaje, cerrar los ojos y dejar que el humo saliendo de mi boca me relaje.

Pero no, los cigarros no se pueden robar porque están a espaldas del guardia impenetrable del Oxxo. Un soldado que, portando su camisa roja con bordes amarillos y el logo del lugar, ha jurado defender la patria oxxeana de las ladronas como yo, armadas con soledad, aburrimiento, vacío e indecisión, pensando cosas que nunca llevarán a cabo. Sé que el guardia, a diferencia de mí, sí está armado. Trae consigo un ejército de temple que soporta, día y noche, impertinentes, estafadores y borrachos pidiendo, rogando casi de rodillas porque van a vomitar, que se les venda una última botella de Tonayan, o de cualquier cosa con un porcentaje considerable de alcohol, una más a pesar de que la hora ya marca el inicio de la ley seca: hora funesta. Ese soldado, además, nunca sale de su fuerte: un mostrador donde guarda uno de los secretos más preciados del Oxxo y que nadie, ni el etiquetado del gobierno ni los prejuicios de clase, han podido arrebatarnos: sopa Maruchan sabor camarón y chile habanero, tú eres mi tesoro.

Me mantengo firme en la entrada. Observo las bolsas de plástico llenas de aire y frituras: Sabritones, Sabritas de limón, adobadas, de cebolla y especias, Chips toreadas con chilito habanero, saladas, de jalapeño, Takis clásicos y fuego, Paketaxos naranja, azul, morado. Todas ellas están esperando que algo suceda de pronto. Veo los distintos tamaños de las bolsas: ¿alguno será realmente suficiente?, cuánto es suficiente, cuál es el límite del antojo. ¿Hasta dónde el Oxxo me revela lo que soy por lo que como?

Me imagino volteando entre los pasillos de este Oxxo como si buscara algo, como si supiera qué, tratando de encontrar la razón por la que el jabón para lavar los trastes y para lavar la ropa está al lado de las paletas con chilito, de los dedos de chile, de las cucharas con dulce de mango y chamoy, y por qué estos están al lado de los chocolates Kitkat, Milkyway, Crunch, bites de Hersheys o Carlos V en barra, y por qué estos están justo enfrente de los aceites para cocinar.

Veo el pan dulce embolsado y pienso si incluirá el amor de mi mamá o de mi abuela o de mi bisabuela (o de las mujeres que estuvieron antes que ellas en sus casas, en sus cocinas) que también saben hacer pan y de vez en vez dejan la casa de Coapa oliendo a masa madre. Alcanzo a ver un refrigerador en el que hay jamón de pierna, de pavo, huevo suelto, pan blanco, pan de caja listo para que lleve a mi casa y, sola en medio de mi propia cocina, me prepare el sándwich más triste de la historia: una rebanada, mayonesa, jamón, una rebanada de queso de las que a la gente le gusta decir que no es de verdad, como si lo auténtico existiera, como si no fuera todo y no fuéramos todos una copia de otro universo, de otra dimensión, de tiempos y espacios distintos a estos, quizá, y con un poco esperanza, mucho menos mierda del reflejo que me toca ver aquí.

He visto los senderos que se bifurcan en este Oxxo que de pronto se hace jardín o laberinto o fosa, y entonces, solo entonces, decido entrar.

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