Memorias a través del lúpulo

Volumen Uno

La gastronomía de la cerveza entrelaza el placer del paladar con la dicha de la memoria y el orgullo de la patria. Cada trago cuenta una historia; nos recuerda otra. En esta entrega, Roberto Patiño hace un recorrido histórico por las civilizaciones que han sabido forjar este arte, para brindarnos una perspectiva fresca de las cervezas en la actualidad.

POR Roberto Patiño Grobien
7 diciembre 2018

Memorias a través del lúpulo

Cerveza. Bebida tan antigua como nuestras civilizaciones remotas; bebida que nos ha mantenido unidos desde por lo menos hace cinco milenios. Hoy resbala en los estadios, pero también pasó por las criptas egipcias; estuvo presente en las crucifixiones de Jerusalén; presente en el medievo y el renacimiento; ensalzó a reyes y mató a otros. Es una bebida superada en consumo solamente por el agua y el té.  Llena de tradición, cada sorbo suyo cuenta una historia; tan diferente en una región como en otra, es reflejo del carácter de la gente que la produce. La cerveza es, en suma, un envase lleno de memorias.

Cada país se enorgullece de lo que producen sus tierras. Existen algunos que son conocidos por su naturaleza, otros por su desarrollo social, industrial o tecnológico, y otros por su comida. Pero todos los países son conocidos por su cerveza (sin importar realmente la calidad de ella).  La cerveza expresa un profundo orgullo que habita muy dentro de todas las personas; producto de las memorias que se obtienen a lo largo de la vida. Memorias que brotan desde la infancia —tíos y abuelos riendo en la comida familiar acompañados de ese elixir maltoso a su lado—; hasta la adultez —aquellos momentos de desdicha que se esfuman por la calidez de su breve trago.

Una memoria que brota siempre de las profundidades de mí ser —y la cual estoy seguro otros comparten— es de cuando mi padre me llevaba al estadio; una tradición que a su vez mi abuelo le impartió a él. Vivo late el recuerdo: sentado en la butaca de plástico azul, con mis pies colgando del asiento; el piso cubierto de semillas, y mi padre pidiendo al Cartero —al cual ya lo llamaba por su nombre—, una Carta Blanca. Recuerdo que yo solo miraba incrédulamente cómo mi papá saboreaba con tanto gusto. Mi soda de sabor era agradable pero no producía la satisfacción y el olor tan único que desprendía la cerveza que sostenía mi padre; yo solo imaginaba y trataba de descifrar qué era esa dicha, ese placer, que causaba la amarilla bebida.

Para muchos regiomontanos la Carta Blanca es un símbolo de esperanza y prosperidad. Indirecta y directamente, muchas de nuestras familias en Monterrey, incluyendo la mía, son lo que son gracias a la Cervecería Cuauhtémoc-Moctezuma, hoy Heineken.  (Si mi abuelo reviviera, se volvería a morir por la ausencia de esos emblemáticos camiones de Carta Blanca repartiendo cerveza por toda la ciudad.)

Más allá de las memorias, la cerveza expresa hasta los tejidos más complejos de las sociedades de las que emana.  La cerveza refleja el clima y la temperatura de los países, así como la personalidad de las personas moldeadas por dichos países.  Entre más al norte nos ubiquemos en nuestro globo terráqueo, la cerveza es más oscura, inclusive cremosa, de carácter fuerte —como por ejemplo en Alemania, Bélgica, Inglaterra, Irlanda y el Norte de Estados Unidos—; una cerveza ideal para el frio.  Esta estoica cerveza es difícil de comprender, pero refleja un orgullo lleno de tradición.

La cerveza trapense elaborada por monjes desde 1595 en Bélgica, es un gran ejemplo de una cerveza norteña plagada de tradición y mistificación. Se elabora con las propias manos de monjes trapenses, y el principal propósito de esta elaboración es reinvertir el dinero en la abadía de la Orden de la Trapa.  Solo existen trece de estos monasterios alrededor del mundo, todos ubicados en el hemisferio norte, lo que hace que esta cerveza sea algo más que una mera bebida.

Todas las regiones de ese norte tienen algo en común: trabajo y esfuerzo. Su gente suele ser trabajadora. Esto lo podemos apreciar no solo por la elaboración quirúrgica de su cerveza, sino por su carácter. ¿Los teutones? Reflejan su mente ingenieril en su cerveza: sabor, intensidad y color se suman y restan a la perfección, sin ningún defecto.  La cerveza irlandesa, por otra parte, tiene un carácter fuerte y amargo. Quizás, tristemente, originario de todos esos años vividos bajo la opresión de lo que fue el imperio británico (o del poco sol en la región).  A su vez, la cerveza inglesa es quizá un poco sombría pero siempre con carácter fuerte y personalidad palpable.  En cuanto a la cerveza americana: refleja a su gente que se caracteriza por su adaptación, evolución y perseverancia; características que emergen de la voluntad de lograr sus sueños. ¿Podría considerarse como la mejor cerveza del mundo? Bélgica también imprime recurso cultural, y es, en mi opinión, La Meca de la cerveza: productora de una cerveza compleja, pues se caracteriza por las mezclas de culturas, producidas por inevitables guerras, ataques y ocupaciones perpetradas por las numerosas naciones poderosas con las que colinda.

Así, la cerveza funciona como un lubricante social y cultural. Pero en la primacía del mercado, ¿persistirán sus bondades?  Y es que las cervecerías se han convertido en duopolios (AB InBev y Heineken), convirtiendo a la cerveza en un preciado recurso. Pero por el afán de continuar viviendo a través de las memorias, las gentes y los pueblos continúan reinventándose y desarrollando cervecerías pequeñas, artesanales. Podrán las empresas tener las ollas industriales, pero las micro cervecerías conservan el ardor, la calidez y la pasión de una cerveza hecha memoria.  Las tradiciones podrán ser sepultadas conforme avance el mercado cervecero, pero una cosa será constante: seguiremos añorando historias a través del lúpulo.

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